La soberanía de las empresas y la ciencia basura.


Título original: Corporate Sovereignty And (Junk) Science
Autor: Edward S. Herman, profesor emérito de economía en la Wharton School de la Universidad de Pennsylvania.
Origen: Z Net
Traducido por Mateu Llas y revisado por  Germán Leyens, febrero de 2001



La afirmación de que los consumidores son soberanos, ya que, en último término, son sus demandas las que gobiernan el sistema, con unos productores que se dedican únicamente a satisfacer sus deseos y necesidades es uno de los grandes mitos y principales justificaciones ideológicas del capitalismo. En realidad, gracias a su inmenso poder y cantidad de recursos, los soberanos son los productores y no los consumidores.

Todo esto se hace dramáticamente evidente si se examina la historia reciente de la industria química, cosa que nos lleva a afirmaciones como que "se ha permitido que los intereses de las empresas dicten la política nacional", como se reconocía en un informe excepcional de 1965 del Comité Científico Consultivo del Presidente titulado La restauración del nivel de calidad del medio ambiente, realizado justo después de la aparición del libro de Rachel Carson Primavera Silenciosa (1962). De acuerdo con estos intereses, los productos químicos se pueden introducir en el mercado sin ninguna comprobación de su seguridad y es responsabilidad de consumidores y público demostrar sus peligros. Aquellos que han sufrido lesiones o muerto como consecuencia de productos químicos, o sus allegados, pueden demandar por los perjuicios, pero no sólo es que, injustamente, quede en sus manos la responsabilidad de aportar las pruebas, sino que los individuos afectados se encuentran con una enorme desventaja para encontrar apoyo, debido a las dificultades en demostrar las acusaciones y el desequilibrio entre los recursos del demandante y los de los productores. Estas dificultades se deben principalmente a las estrategias legales y las tácticas informativas de los productores e incluso se tienen presentes en las políticas comerciales de las empresas. Así, por ejemplo, una memoria hecha pública en una demanda contra la Ford por los daños producto del depósito de combustible de un Ford Pinto defectuoso demostraba que la compañía era perfectamente consciente del defecto, pero que calculó que el coste de las mejoras necesarias era, probablemente, más grande que los gastos en las demandas por daños y perjuicios que tendría que pagar la compañía como consecuencia del mal estado del depósito.

Si la soberanía fuese de los consumidores, o si ésta fuese una comunidad verdaderamente democrática, los principios aplicables a derechos y obligaciones en la producción estarían centrados en la precaución y las responsabilidades apuntarían en sentido inverso. Es decir, los productos no llegarían al mercado sin una cuidadosa evaluación de su seguridad, basada en un completo y escrupuloso examen (principio de precaución); y la responsabilidad por los fallos en asegurar la seguridad recaerían en los productores (el principio de responsabilidad invertida). Bajo la soberanía de los productores, estos principios son rechazados en favor del principio de "que se cuide el comprador " (el comprador debe preocuparse de los riesgos), y tal selección se basa en la habilidad de los poderosos de institucionalizar los derechos que les convienen.




El derecho a envenenar de la industria química



Los fabricantes de productos químicos deben superar, por supuesto, un examen de mercado - que los productos sean competitivos – pero puede que sus productos hagan aquello para lo que se diseñaron (por ejemplo, matar mosquitos) a costa de unos efectos secundarios extremamente perjudiciales. Obviamente, si los trabajadores o los consumidores que usan un producto enferman y mueren por estar en contacto con él, el artículo no se venderá, pero si los efectos dañinos sobre los usuarios, sobre terceras personas o sobre el medio ambiente en general, no son evidentes desde el primer momento, los fabricantes pueden ser capaces de venderlos con gran provecho durante largo tiempo y, con un efectivo uso de la ciencia basura empresarial y una sucesión de pleitos, pueden conseguir mantener indefinidamente los beneficios por encima de los costes generados por la demandas legales por los daños causados.

En economía, a los efectos perniciosos se les califica de "externalidades", es decir, casos en los cuales los costos que comporta un negocio se imponen a terceros, e incluso en casos en que, de acuerdo con la economía ortodoxa, el mercado "falla". Si la revolución científica química (y biológica) ha traído consigo la invención de muchos productos con potenciales efectos negativos externos sutiles y a largo plazo, los efectos de un sistema de soberanía de los productores pueden ser catastróficos. Incluso puede llegar a constituir una seria violación de los derechos humanos, si el dolor, la enfermedad y la muerte se imponen sobre grandes números de personas tratando de mantener bajos los costes, sustrayendo información al público y eludiendo la obligación de responder de los perjuicios y asumir responsabilidades.

La industria de los productos químicos creció rápidamente después de la Segunda Guerra Mundial, basada en gran parte en el desarrollo de compuestos orgánicos sintéticos basados en el petróleo, compuestos que incluyen productos "milagrosos" como el DDT y los plásticos basados en el cloruro de vinilo (VC). Como estos maravillosos productos mataban mosquitos y otras plagas de insectos con gran efectividad (DDT) o constituían materiales primarios baratos (VC), se vendieron agresivamente y se usaron ampliamente, sin preocuparse de los efectos secundarios.

Antes de que estos efectos secundarios empezasen a recibir una atención significativa amenazando las prácticas de la industria, se había construido una gigantesca estructura de intereses, centrada en los productores químicos, con unas ventas en 1997 de 247.000 millones y unos beneficios de 19000 millones de dólares, que incluyen clientes industriales, granjeros dependientes de los pesticidas, científicos al servicio de la industria y los departamentos de agricultura estatales y federales. Cuando en los 70 se promulgó una cierta regulación, esta estructura de poder no tuvo problemas para obtener derechos "retroactivos" para continuar produciendo las decenas de millares de productos químicos que ya estaban en el mercado sin ninguna garantía de seguridad, y para los nuevos productos, la única obligación de los productores era informar de cualquier efecto pernicioso a la EPA (Agencia de Protección Ambiental) - pero no al público.

Lo que esto significa, y una de las lecciones de Primavera Silenciosa de Rachel Carson, así como de los convincentes trabajos de Samuel Epstein (La política del cáncer, 1978), Sandra Steingraber Arrastrados por la corriente, 1996), Dan Fagin y Marianne Lavelle Engaños tóxicos, 1996) y Theo Colborn, Dianne Dumanoski y John Myers (Robando nuestro futuro, 1997), es que los soberanos fabricantes de productos químicos han sido capaces de poner en peligro a la población entera y al sistema ecológico, convirtiéndoles en conejillos de indias de un gigantesco experimento para comprobar los efectos de un inmenso aluvión de productos químicos posiblemente venenosos. Como muchos de los productos químicos tienen consecuencias a largo plazo, con diferentes efectos complicados enmascarados por las interacciones con otros de estos productos, y gracias al poder de la industria química para suprimir pruebas y entorpecer investigaciones contrarias a sus intereses, el gran experimento - o, "la epidemia de baja velocidad"- continúa en pleno florecimiento cuando han pasado 36 años de la publicación de Primavera Silenciosa.

¿Cómo se aseguran los productores su continuado derecho a envenenar? Operan a través de cinco procesos interrelacionados: (1) control y limitación de la información; (2) uso de la ciencia como instrumento de relaciones públicas; (3) entorpecen en todo lo posible los intentos de establecer una regulación, ya sea directamente o a través de la influencia política; (4) uso estratégico de demandas y pleitos y (5) utilización de los medios de comunicación para presentar como normal y natural su derecho a envenenar.

En cada fase de sus ejercicios de control la industria hace uso de la intimidación, amedrenta a los científicos, a las instituciones reguladoras, a los medios de comunicación y a las editoriales que permiten la expresión de puntos de vista que no sean pro-industria e incluso a los que se anuncian en publicaciones que la industria quiere disciplinar. Ataques personales, intentos de ensuciar la imagen y libelos y difamaciones son algunas de las tácticas intimidatorias de una industria que no se detendrá ante nada para proteger su libertad de acción y sus intereses básicos.

En un sistema bajo la soberanía de los consumidores o en una verdadera democracia , obtener y hacer pública información detallada y no sesgada sobre cualquier efecto perjudicial de los productos químicos sería una de las principales prioridades nacionales. En el mundo real de la soberanía de los productores, los fabricantes son responsables de examinar los posibles peligros. Pero su interés primario se centra en el uso comercial del producto, no en sus efectos secundarios, que para los productores son una molestia y una potencial barrera para las ventas. Teniendo en cuenta que todo esto causa un grave conflicto de intereses a la hora de comprobar e informar sobre los posibles peligros, permitirles controlar el proceso de reunir información sobre los riesgos que comportan sus productos viola todas las reglas de una política razonable.

Un sistema democrático y orientado a los consumidores pondría estas comprobaciones en manos de la EPA o de alguna agencia independiente (nunca financiada por las empresas). Pero los productores consiguen evitarlo con acierto. Se muestran reacios a invertir dinero a fondo perdido para exámenes independientes -quieren que se dejen las comprobaciones bajo su responsabilidad, para asegurarse un sesgo apropiado.

Manteniendo el control, proporcionando información selectivamente, con frecuentes ocultaciones y demoras, patrocinando una investigación pobre y a su servicio y, en general, creando incertidumbres informativas, los productores pueden torpedear las demandas por perjuicios y entorpecer acciones reguladoras, algunas veces indefinidamente. Así, la industria plástica estadounidense no realizó estudio alguno sobre los posibles efectos cancerígenos del VC (cloruro de vinilo) durante 20 años, a pesar de las diferentes evidencias de que había causado cáncer de hígado en los trabajadores. Cuando, en los primeros setenta, toxicólogos italianos encontraron evidencia muy convincente que el VC es un potente cancerígeno, la industria estadounidense, que había llegado a un acuerdo con los productores europeos para compartir información que no se haría pública sin previo acuerdo, evitó, durante 15 meses, comunicarlo a la FDA (Agencia gubernamental para el control de la alimentación y los fármacos) o al Instituto Nacional para la Salud y la Seguridad Ocupacionales. De acuerdo con la Asociación Americana para el Progreso de la Ciencia, esta omisión significó que "decenas de millares de trabajadores fueron expuestos, sin aviso, durante quizás dos años, a concentraciones tóxicas de cloruro de vinilo".

Entre otros ejemplos, los efectos tóxicos de Kepone fueron descubiertos por Allied Chemical en los primeros sesenta, pero se mantuvieron en secreto hasta que un grupo de trabajadores desarrollaron, una década después, severas afecciones neurológicas y otras enfermedades. Como ejemplo ilustrativo de la enorme cantidad de anuncios retrasados y omisiones, cuando la EPA en 1991 garantizó una amnistía a las industrias que se habían mostrado incapaces de desvelar pruebas de posibles riesgos, la industria hizo públicos más de 10000 estudios, los cuales, de un modo u otro, había desatendido anteriormente.

Una de las tácticas dilatorias es sugerir que es necesaria más información, pero los productores tratan de impedir, regularmente, que se reúna tal información por parte de individuos o grupos fuera de su control. Cuando el Dr. Irving Selikoff quiso acceder al registro de trabajadores para estudiar los efectos del amianto, se le denegó el acceso. En un caso destacado, después de la muerte por cáncer de pulmón de 14 trabajadores relativamente jóvenes que habían trabajado con BCME, un potente cancerígeno, Rohm and Haas rechazaron cooperar con un investigador independiente porque insistió en su derecho a publicar cualquier descubrimiento. A otro investigador se le denegó información sobre la plantilla de trabajadores basándose en que no existían tales registros, aunque tal información apareció más tarde en un juicio de compensación a un trabajador. R & H negaron los efectos cancerígenos del BCME, echando la culpa de las muertes de los trabajadores a su condición de fumadores y a la contaminación, manteniendo en marcha el mortífero proceso abierto de fabricación durante 18 años; Dow, que produjo BCME durante muchos años en un recinto cerrado afirmó que sólo un trabajador, fumador empedernido, sufrió cáncer de pulmón.

Los productores han luchado siempre a brazo partido contra cualquier revelación de los riesgos para sus trabajadores, para los usuarios de sus productos y para la comunidad. Bajo la intensa presión de la industria, la EPA, en los primeros noventa, no hizo públicas las estimaciones del riesgo para los trabajadores y para los residentes cercanos a algún establecimiento de limpiado en seco que use el altamente tóxico percloroetileno. Después del desastre de 1984 provocado por el vertido químico de la Union Carbide en Bhopal, India, en que la naturaleza y el carácter del destructivo producto químico no se había hecho público, poniendo difícil la asistencia médica, el congreso aprobó el Plan de Emergencia y la enmienda para El Derecho a Saber de la Comunidad en 1986, por lo que por primera vez la industria química tuvo que revelar los miles de millones de libras de vertidos tóxicos de 654 productos químicos en el aire, el agua y la tierra. Después de estas medidas legislativas, miembros de la industria admitieron que estas revelaciones tuvieron un profundo efecto en su política de emisiones, pero la ley apenas pudo superar la furiosa oposición de la industria.

Con los republicanos y los nuevos demócratas en el poder, la industria está acabando con el derecho a saber bajo las llamadas Leyes de Privilegio para la Auditoría - también conocidas como las Leyes para el Derecho a No Saber Nada - que permiten a las empresas que informen de violaciones de las leyes medioambientales y que tomen unas medidas "razonables" de cara a cumplir las leyes en un futuro quedar libres tanto del castigo como de la obligación de revelar información ya sea al público o en un procedimiento legal. Estas leyes, que para su cumplimiento requieren una vez más de la bondad de la industria, se han aprobado en 21 estados y la administración Clinton las ha aceptado. Actualmente, se está promoviendo una versión federal bajo el orwelliano encabezamiento "Consorcio para la protección del medio ambiente".

La industria combate la revelación de sus datos por la necesidad de proteger los secretos de los propietarios y el deseo de evitar temores injustificados - no se trata, por supuesto, de su interés en tapar temores justificados o de evitar responsabilidades legales y demandas por daños y perjuicios. Que, regularmente, puedan combatir y violar los principios sobre total revelación de información cuando la salud está en juego y no sufrir ningún castigo importante, una regulación agresiva y hostil y un ostracismo social, demuestra su poder soberano.

La Ciencia como herramienta de relaciones públicas

La industria usa la ciencia de dos maneras: para desarrollar productos y para proteger sus intereses por medio de las relaciones públicas y las demandas judiciales. La primera forma es la tradicional ciencia aplicada que usa los estándares científicos, hecho que subestima la importancia de la segunda forma del uso de la ciencia. Si llamamos "ciencia basura" al uso político, oportunista y de relaciones públicas de la ciencia, entonces podemos afirmar que la ciencia basura empresarial domina por completo este terreno. Sin embargo, el poder de las empresas en los medios de comunicación ha provocado que el término ciencia basura se aplique principalmente a la ciencia que usan los ecologistas y los abogados que demandan a las empresas por sus productos y sus abusos medioambientales.

(1) Hegemonía de los abogados por encima de la ciencia empresarial. La ciencia que se hace en las empresas se encuentra a menudo controlada o fuertemente influenciada por los abogados. Se sabe ahora que la ciencia que se desarrollaba en las compañías tabaqueras era escrupulosamente controlada por los abogados de las firmas siempre con el ojo puesto en una potencial demanda. Los estudios científicos importantes a menudo se realizaban en el extranjero, fuera del alcance de posibles problemas legales, los abogados vetaban algunas veces proyectos de investigación que podrían sugerir que los cigarrillos causaban perjuicios, dedicándose muchos esfuerzos para "mantener alejada de la opinión pública la información sobre los posibles peligros del tabaco para la salud " (WSJ, 23 de Abril, 1998). Un juez acusó a la industria de financiar secretamente "Proyectos Especiales" escogidos por los abogados "para promover un fraude de relaciones públicas." (Wall Street Journal, 22 de marzo, 1996).



El control sobre la ciencia por parte de los abogados no está ni mucho menos restringido a los cigarrillos. Una emisión accidental de documentos sobre las presiones y demandas judiciales de la industria de los formaldehídos mostraba que "los fabricantes de formaldehídos se han cuidado bien de asegurarse que los abogados firmasen en todos sus documentos, incluyendo los trabajos científicos y los comunicados de prensa" (Fagin y Lavelle). Se dio el caso de una compañía verificadora que descubrió que los formaldehídos producían cáncer en las ratas, pero un encuentro de miembros de la industria concluyó que la afirmación de que las pruebas se habían realizado "de la manera apropiada" y que los resultados "parecían válidos", se debían de omitir desde un punto de vista legal. Documentos secretos de la DuPont, hechos públicos en un procedimiento judicial que incluía el fungicida Benlate, demostraron que los científicos de la compañía informaron directamente a los departamentos legales de ésta, y un abogado de la compañía afirmó que "en los tribunales no nos veremos obligados a admitir que hemos encontrado una posible causa y que es culpa nuestra".

(2) Ciencia basura empresarial. La industria química proclama regularmente su devoción a la "buena ciencia", pero la historia muestra claramente que el criterio es estrictamente pragmático: la buena ciencia es aquella que produce los resultados apetecidos, independientemente de su calidad científica. El oportunismo de la industria en este punto es ilimitado. En cierta ocasión, en relación con el estudio de la sacarina, aunque la metodología se aprobó previamente y resultados preliminares "favorables" se acogieron con entusiasmo, como los resultados finales no satisfacían los deseos de la industria la misma metodología fue atacada rápidamente (Epstein). La industria presenta regularmente los experimentos con animales como una prueba de la seguridad del producto para los humanos, pero cuando dan resultados desfavorables este uso de los animales deja de ser "buena ciencia".

La industria ha realizado numerosas falsas afirmaciones supuestamente científicas, directamente o a través de portavoces controlados estrechamente. Estas actuaciones vienen de lejos. En 1925, poco después de un conferencia en la cual numerosos científicos y autoridades en salud pública proporcionaron pruebas sobre los efectos perniciosos del uso de plomo en la gasolina, el Dr. Emery Hayhurst, un experto contratado por la Ethyl Corporation, manifestó que la evidencia científica demuestra que la gasolina con plomo es "completamente segura por lo que respecta a salud pública". Los líderes de las compañías tabaqueras han declarado bajo juramento que creen que los cigarrillos no crean adicción, mientras que en documentos internos encontramos afirmaciones como "estamos ... en el negocio de la venta de nicotina, una droga que crea adicción". En 1996, Borden afirmó, falsamente, que "varios estudios realizados durante un periodo de varios años demuestran que los formaldehídos ni causan asma ni tienen efecto alguno sobre los asmáticos que difiera de sus efectos sobre personas que no lo sean"

Más grave que las mentiras individuales es el hecho de que la rica industria química pueda llegar a controlar la parte de la ciencia más relacionada con sus intereses comprando a la mayoría de los expertos. El 85 por ciento de los científicos que trabajan en insecticidas lo hacen para la industria, un 4 por ciento para el gobierno y un 11 están en universidades sin contratos industriales. Este hecho permite a la industria definir sobre qué se trabaja, siendo gran parte de este trabajo encontrar defensas para lo que la industria quiere vender. En un grado más que notorio, los científicos que trabajan para la industria llegan a las conclusiones que interesan a los que les dan trabajo. Incluso un estudio de la Universidad de Louisville en el marco del Proyecto Cloruro de Vinilo financiado por la industria llegó a afirmar que el VC era seguro (Epstein). Fagin y Lavelle afirman que de 43 estudios sobre la seguridad de los cuatro principales insecticidas financiados por la industria, 32 (el 74 por ciento) determinaron que eran seguros, mientras que de 118 estudios sobre los mismos productos químicos que no fueron financiados por la industria sólo 27 (23 por ciento) obtuvieron resultados favorables en un sentido parecido (71, el 60 por ciento, eran indiscutiblemente desfavorables). Un estudio de 1997 hecho por investigadores canadienses sobre unos bloqueadores del calcio en los canales, un fármaco para la hipertensión y la angina de pecho, encontraron una notable correlación entre la financiación por parte de la industria y el hecho de afirmar que la droga era beneficiosa.

La industria química, como la del tabaco, ha constituido sus propios institutos investigadores para producir "buena ciencia". Uno de ellos, el Instituto de Investigación sobre Sensibilidades Medioambientales (ESRI), se fundó para estudiar el fenómeno de la sensibilidad química múltiple (MCS), una dolencia con un gran número de afectados y que saltó a un primer plano a causa de su posible aplicabilidad a los síntomas de los veteranos de la guerra del golfo y a mujeres con implantes de silicona en los pechos. Una de las teorías respecto al MCS es que una exposición tóxica prolongada provoca una pérdida de tolerancia química (Nicholas Ashford y Claudia Miller, Exposiciones químicas: Bajos niveles y altas apuestas, 1998). Otro punto de vista es que las pruebas "sugieren fuertemente explicaciones psicogénicas y ligadas al comportamiento para estos síntomas". No debería sorprendernos que esto último es la "buena ciencia" a la que está dedicado el ESRI.

Para ilustrar el descarado uso de mentiras en la investigación, sirve el estudio de Monsanto de 1979-80 sobre los trabajadores que habían sufrido exposición a la dioxina mientras fabricaban el Agente Naranja, que no encontró ninguna relación con las muertes de los trabajadores. Pero durante el proceso contra Monsanto a causa de la demanda de uno de los trabajadores en 1984, los abogados de la defensa pusieron al descubierto que cuatro trabajadores clasificados como "no expuestos" en el estudio sobre la dioxina fueron clasificados como "expuestos" en otro estudio de la Monsanto. Este cambio, como confirmó bajo juramento uno de los autores, afectó a los resultados del estudio - corrigiéndolo, la conexión con la dioxina resultaba tener efectos significativos en las muertes de los trabajadores. La investigación de la industria ha empleado otros trucos sucios, como usar un número demasiado bajo de animales, dejar pasar demasiado poco tiempo para que apareciesen los síntomas o comprobar sólo uno de los numerosos posibles efectos negativos (como en las pruebas sobre los implantes de silicona en los pechos), con la pretensión que el examen de este único efecto daba la respuesta definitiva. Ya en 1969, una comisión sobre pesticidas, que reconsideraba 17 estudios financiados por la industria sobre el potencial cancerígeno del DDT, concluyó que "catorce de estos estudios eran tan inherentemente defectuosos como para imposibilitar cualquier determinación de posibles efectos cancerígenos". Pero tales estudios son muy útiles para la industria.

(3) Escándalos en los laboratorios de investigación. Ha habido un buen número de escándalos importantes en los cuales se ha descubierto que laboratorios de investigación que sirven a la industria estaban envueltos en grandes fraudes. En 1976 se descubrió que la agencia toxicológica más importante del país, Industrial Bio-Test Laboratories, que había realizado entre un 35 y un 40 por ciento de todos los tests con productos químicos y fármacos enviados a la EPA y a la FDA, había falseado pruebas en centenares de estudios. Un empleado de Monsanto había trabajado en Industrial Bio-Test durante 18 meses, antes de regresar a Monsanto en calidad de gerente de toxicología, y existe evidencia significativa que Monsanto sabía del fraude en estudios enviados a la EPA. En otro caso se demostró que Craven Laboratories, uno de los principales laboratorio de investigación de residuos para la Monsanto, DuPont y otros fabricantes de pesticidas, había falseado estudios de 20 pesticidas. Las compañías informaron de este caso, pero con un considerable retraso.

En 1997 se hizo público que muchas compañías farmacéuticas habían confiado en dos investigadores clínicos para realizar estudios sobre fármacos relacionados con la salud mental, a pesar del hecho que uno de ellos se había visto envuelto diez años antes en un importante fraude en un proyecto de investigación (en que se afirmaba que un fármaco de la SmithKline era superior a los genéricos). En 1997, los trabajos acerca de los riesgo de unos fármacos realizados por este equipo se revelaron falsos o tremendamente deficientes, pero se tardó mucho en hacer tal descubrimiento, a pesar de los señales de alarma y de la supuesta gran influencia de las compañías farmacéuticas. Y, de hecho, uno de los inspectores de la compañía, sospechoso de fraude, había sido apartado de la inspección cuando la compañía que cometía el fraude se quejó (WSJ, 15 Agosto, 1997).

(4) Críticas a la "mala ciencia". La industria ha usado un buen número de estratagemas oportunistas y faltas de rigor científico para desacreditar a la ciencia que no se ajustaba a sus necesidades. Uno de los trucos ha consistido en cuestionar las pruebas con animales en general o la utilidad de algunos animales concretos como evidencias significativas con respecto a los efectos en humanos, aunque, como ya hemos dicho, cuando las pruebas proporcionan las respuestas apetecidas no se cuestionan en absoluto. Un segundo truco es cuestionar la validez de hacer pruebas con altas dosis, especialmente útil en la propaganda ya que se pueden presentar como estúpidas, aunque su validez científica es generalmente aceptada por los investigadores serios. Un último truco es centrar la atención en cómo el cáncer u otros desórdenes son producidos por el producto químico en cuestión - que mecanismos actúan – para conseguir desviar la atención científica de los resultados reales y concretos y proporcionar una base para retardar la regulación del producto en cuestión.

(5) Intimidación. A la vez que proporciona un flujo constante de ciencia basura empresarial, la industria ataca cada estudio (y autor) que contradiga la verdad de las compañías con indignación y virulencia. Primavera Silenciosa, de Carson, inmensamente superior en espíritu científico al 99 por ciento de los trabajos populares financiados por la industria, fue atacada calificándola de "emocional", "sensacionalista", un "engaño", un producto de una moda caprichosa, "pro-curanderos" y "promovida por grupos de intereses especiales" (según el jefe de una fundación financiada por la industria) y basada en "la creencia que ni es sensato ni responsable usar pesticidas para controlar enfermedades provocadas por insectos" (falsedad manifiesta que afirmó un científico). Un gran compañía química trató de impedir la publicación de Primavera Silenciosa amenazando con plantear demandas por difamación contra la editorial y Audubon.



Los portavoces de la industria asisten regularmente a las presentaciones de los científicos críticos y les atacan duramente. La industria también persigue a estos científicos en sus puestos de trabajo: cuando científicos de la Universidad de Florida hicieron públicos datos sobre los efectos perniciosos de Benlate, DuPont trató de presionar a la administración universitaria "vía legisladores" . Peter Breysse, un profesor de salud medioambiental en la Universidad de Washington que realizó un trabajo crítico sobre los efectos de los formaldehídos sobre la salud, vio como sus charlas eran estrechamente controladas por la industria y como agentes de la industria contactaban con la administración de su institución "para discutir los estándares empleados por Mr. Brysse para llevar a cabo sus experimentos y publicar sus descubrimientos acerca de los formaldehídos ..."



La industria también demandará y amenazará a los investigadores desafiando sus intereses. En 1987, la Monsanto amenazó con demandar a Karim Ahmed, un bioquímico del Consejo de Defensa de los Recursos Nacionales, que había sido un testigo muy efectivo contra la compañía en audiciones sobre su pesticida alacloro, afirmando que había hecho pública información privilegiada sobre el producto, información obtenida en calidad de miembro del Comité Consultivo Científico de la EPA- En 1991, Peter Montague, editor del impagable Semanario de Rachel sobre Medioambiente y Salud, y la Fundación para la Investigación en Medioambiente, fueron demandados por difamación por Bill Gaffey, el investigador de Monsanto que había falseado las pruebas que relacionaban dioxinas y Agente Naranja. Gaffey no tenía argumentos, y el caso acabó con la muerte de Gaffey en 1996, pero supuso una lección excelente y muy costosa para los portavoces de la "mala ciencia".

Las tácticas más brutalmente intimidatorias de la industria son las usadas contra las víctimas de sus productos, las cuales no han de sorprenderse de ver como todos sus problemas e historia personales se hacen públicos en el intento de demostrar, por parte de la industria, que no podían ser los formaldehídos, atracina, alacloro o cualquier otro de sus totalmente seguros productos los que expliquen sus dolorosos síntomas.

Para controlar la regulación es básico limitar los fondos dedicados a ésta, pero casi tan importante es introducir en las instituciones reguladoras "responsables", y adecuar la ley reguladora y las reglas de manera que permita que se produzcan demoras y se limite la acción reguladora. Uno de los clásicos de la historia legal es como la ICC (Comisión de Comercio Interestatal) fue generosamente financiada durante muchas décadas porque servía muy bien los intereses de los ferrocarriles regulados; mientras que aquellas que aún no han sido "puestas bajo control" se encuentran bajo una constante presión por parte de las industrias sometidas a regulación, con la intención de forzarlas a adoptar posturas amistosas o conseguir convertirlas en inofensivas a través del recorte de sus recursos.

El recorte de los presupuestos dedicados a tareas reguladoras y el nombramiento de legisladores pro-industria de Ronald Reagan y la victoria de la cohorte de Gringrich en 1994 y el subsiguiente ataque sobre la EPA y la FDA fueron la respuesta a las demandas de la industria química entre otras y encontraron el entusiasta apoyo de éstas. Se trataba de la soberanía de los productores mostrando todo su poderoso músculo adecuando la regulación a sus intereses a través del proceso político.

Reagan recortó notablemente el presupuesto de la EPA y Bush y Clinton lo han devuelto al nivel pre-Reagan, a la vez que han aumentado notablemente el número de responsabilidades de la EPA. Esto les va de perlas a los productores: una EPA sujetada con correa (por falta de financiación) no puede hacer mucha investigación, no puede investigar muchos de los abusos, no puede permitirse muchas demandas legales y debe cooperar con la industria para obtener información esencial para cualquier modesta política de respuesta. Tampoco dispone de los recursos para presionar fuertemente a la industria. No puede examinar los millares de productos químicos liberados retroactivamente de sospecha bajo el acta de 1976 y obligará a la industria a comprobar sus peligros sólo cuando se vea fuertemente desafiada. Cuando pasa esto, la industria saca tajada de la débil posición legal de la EPA (y de los entes públicos), así como de sus limitados recursos y de la excesiva influencia de la industria en la propia EPA.



A la ineficiencia de la EPA contribuyó considerablemente el requerimiento de la ley de 1976 que requería que la EPA sopesase costes frente a beneficios y buscase la vía reguladora que fuese "la menos gravosa" para la industria. Estos gigantescos agujeros legales funcionan de maravilla para la industria química ya que le permite la presentación de interminables estudios que prueban las cargas excesivas sobre las empresas y los beneficios de sus venenos, con el resultado que "la EPA ha sido capaz de reunir evidencia suficiente para superar la prueba coste-beneficio sólo para nueve productos químicos en los 20 años de historia de la ley" (Fagin-Lavelle, quienes proporcionan detallados análisis de cómo la industria ha sido capaz de mantener en el mercado alacloro, atracina, formaldehídos y percloretileno durante muchas décadas). En 1991 un tribunal incluso anuló la prohibición de la EPA de los productos que contenían amianto, aún después de un esfuerzo de investigación de más de una década de la EPA, basándose en otro supuesto fracaso de la agencia en satisfacer el baremo coste-beneficio.



Cuando las quejas por daños de los ciudadanos o estudios independientes que muestran efectos perniciosos desafían a la industria, ésta lleva a cabo su propia investigación, y, por las buenas o por las malas, su "buena ciencia" demuestra que sus productos son seguros. Y su poderosa capacidad de ejercer presión, los agujeros legales que puede explotar, y las incertidumbres que crea su propia investigación le permiten paralizar a la EPA. Cuando estudios independientes contradicen sus afirmaciones sobre la seguridad de sus productos, como en una serie de convincentes informes italianos y húngaros que mostraban los riesgos de la atracina, Ciba-Geigy presentó una montaña de críticas de estos estudios, poco convincentes según científicos ajenos a la agencia, pero otra vez suficientes para desarmar a la EPA y mantenerla bajo control.

Los pesticidas están supuestamente regulados por unos límites en los "niveles de tolerancia" impuestos por la EPA, los cuales, como destacó Rachel Carson en 1962, equivalen a "deliberadamente envenenar nuestra comida, para después controlar el resultado". Pero estos niveles de tolerancia no se fijan mirando exclusivamente ni tan siquiera en primer lugar la salud pública, sino que dan un gran peso a medidas de campo de residuos que procedían de prácticas agrícolas. No se han hecho estudios de los efectos sobre la salud, ya sean acumulativos o interactivos a la hora de fijar los niveles de tolerancia y sólo a partir de 1993, cuando un Comité Nacional para la Investigación publicó un informe sobre Pesticidas en las Dietas de Bebés y Niños, se prestó una más seria atención al hecho que los niveles de tolerancia ignoran los altos niveles de ingestión y la sensibilidad de los niños. Estos problemas puede que se pasen por alto cuando interfieren con los intereses de los verdaderos soberanos, los productores.

Junto con la desactivación de la regulación, el poder de la industria también se manifiesta a través de su influencia directa e indirecta sobre los legisladores. Éstos obtendrán el apoyo de la industria en los presupuestos y volverán a ser nombrados si se muestran cooperativos, disfrutando de una vida mucho más placentera si no se cruzan en el camino de la industria (tal como hizo David Kessler como responsable de la FDA). También llenarán el buche a cargo de la industria y encontrarán trabajos muy bien pagados después de las bajas remuneraciones que obtenían en el gobierno. Fagin y Lavelle informan que 18 de 40 funcionarios de la EPA que abandonaron cargos de responsabilidad relacionados con productos tóxicos y pesticidas en los últimos 15 años se incorporaron a compañías químicas y "que prácticamente todos los principales productores del sector químico tienen empleados a antiguos funcionarios relacionados con el tema", viajes de ida y vuelta que "son quizás el arma más importante de la industria química en sus intentos de torpedear la regulación".

Otros órganos del gobierno, como los comités y departamentos de agricultura también han estado muy cercanos a la industria química y altamente receptivos con sus demandas. Ralph Nader tachó una vez el Departamento de Agricultura de los EE.UU. de Departamento de Negocios Agrícolas. Durante mucho tiempo, ese departamento, y los correspondientes de cada estado, ha sido uno de los grandes promotores de los pesticidas y su hostilidad hacia Rachel Carson fue tan intensa como la de la misma industria química. Otro ejemplo de sumisión a la industria, que podemos observar en todo el gobierno, así como ampliamente extendido en la ciencia dependiente de la industria, ha sido el señalar y centrarse en el "estilo de vida" y el comportamiento personal como el camino de prevenir el cáncer, "epidemia de baja velocidad". En las recomendaciones para la investigación y política a seguir, "parece que el medio ambiente sigue sin estar presente en el tema del cáncer", en palabras de Steingraber. Todo esto cuadra perfectamente con un modelo de soberanía de los productores.