Cómo se inventó el pueblo judío.



 Shlomo Sand, catedrático de Historia Europea en la Universidad de Tel Aviv.

¿Los judíos conforman un pueblo? Un historiador israelí aporta una respuesta nueva a esta pregunta antigua. Contrariamente a la idea recibida, la diáspora no fue el resultado de la expulsión de los hebreos de Palestina, sino de las conversiones sucesivas en África del Norte, en Europa del Sur y en Medio Oriente. Esto estremece uno de los fundamentos del pensamiento sionista, el que pregona que los judíos fueron descendientes del reino de David y no –¡Dios no lo permita!– los herederos de guerreros bereberes o de caballeros jázaros.

Todo israelí sabe, sin sombra de duda, que el pueblo judío existe desde que recibió la Torá (1) en el Sinaí, y que es su descendiente directo y exclusivo. Está convencido de que este pueblo, que partió de Egipto, se estableció en la “tierra prometida”, donde se construyó el glorioso reino de David y Salomón, dividido luego en Judea e Israel. Del mismo modo, nadie ignora que vivió el exilio en dos oportunidades: tras la destrucción del Primer Templo, en el siglo VI a. C., y la del Segundo Templo en el año 70 d. C.

Siguió luego una errancia de alrededor de dos mil años: sus tribulaciones lo condujeron a Yemen, Marruecos, España, Alemania, Polonia y hasta lo más recóndito de Rusia, pero siempre logró preservar los lazos de sangre entre sus comunidades alejadas. Así, su unicidad no se vio alterada. A fines del siglo XIX, maduraron las condiciones para su retorno a la antigua patria. Sin el genocidio nazi, millones de judíos habrían naturalmente repoblado Eretz Israel (la tierra de Israel), algo con lo que soñaban desde hacía veinte siglos.

Virgen, Palestina esperaba que su pueblo original volviera para hacerla reflorecer. Ya que ésta le pertenecía, y no a esa minoría, desprovista de historia, que había llegado allí por azar. Justas eran pues las guerras libradas por el pueblo errante para retomar la posesión de su tierra; y criminal la violenta oposición de la población local.

¿De dónde viene esta interpretación de la historia judía? Es obra, desde la segunda mitad del siglo XIX, de talentosos reconstructores del pasado, cuya imaginación fértil inventó, en base a fragmentos de memoria religiosa, judía y cristiana, un encadenamiento genealógico continuo para el pueblo judío. La abundante historiografía del judaísmo incluye, desde luego, múltiples enfoques. Pero las polémicas en su seno nunca cuestionaron las concepciones esencialistas elaboradas a fines del siglo XIX y comienzos del XX.

Historiadores autorizados

Cuando aparecían descubrimientos susceptibles de contradecir la imagen del pasado lineal, éstos casi no tenían repercusión alguna. El imperativo nacional, como una mandíbula fuertemente cerrada, bloqueaba toda clase de contradicción y desvío con respecto al relato dominante. Las instancias específicas de producción del conocimiento sobre el pasado judío –los departamentos exclusivamente consagrados a la “historia del pueblo judío”, totalmente separados de los departamentos de historia (llamada en Israel “historia general”)– contribuyeron ampliamente a esta curiosa hemiplejia. Incluso el debate, de carácter jurídico, sobre “¿Quién es judío?” no les interesó a estos historiadores: para ellos, es judío todo descendiente del pueblo obligado al exilio hace dos mil años.

Estos investigadores “autorizados” del pasado tampoco participaron de la controversia de los “nuevos historiadores”, iniciada a fines de los años ’80. La mayoría de los escasos actores de este debate público provenía de otras disciplinas o bien de horizontes extra-académicos: sociólogos, orientalistas, lingüistas, geógrafos, especialistas en ciencias políticas, investigadores en literatura y arqueólogos formularon nuevas reflexiones sobre el pasado judío y sionista. También integraban sus filas académicos provenientes del exterior. Los “departamentos de historia judía” sólo lograron, en cambio, temerosas y conservadoras repercusiones, disfrazadas de una retórica apologética basada en ideas recibidas.

En síntesis, en sesenta años, la historia nacional maduró muy poco, y seguramente no evolucione en el corto plazo. Sin embargo, los hechos actualizados por las investigaciones plantean a priori a todo historiador honesto asombrosos interrogantes, que son sin embargo fundamentales.

¿Puede considerarse la Biblia un libro de historia? Los primeros historiadores judíos modernos, como Isaak Marcus Jost o Leopold Zunz, en la primera mitad del siglo XIX, no la consideraban así: a sus ojos, el Antiguo Testamento se presentaba como un libro de teología constitutivo de las comunidades religiosas judías tras la destrucción del Primer Templo. Hubo que esperar hasta la segunda mitad del mismo siglo para encontrar a historiadores, en primer lugar Heinrich Graetz, portadores de una visión “nacional” de la Biblia: transformaron la partida de Abraham a Canaán, la salida de Egipto o incluso el reino unificado de David y Salomón en relatos de un pasado auténticamente nacional. Desde entonces, los historiadores sionistas no dejaron de reiterar estas “verdades bíblicas”, convertidas en alimento cotidiano de la educación nacional.

Pero hete aquí que en los años ’80 la tierra tiembla, haciendo tambalear estos mitos fundacionales. Los descubrimientos de la nueva arqueología contradicen la posibilidad de un gran éxodo en el siglo XIII antes de nuestra era. Del mismo modo, Moisés no pudo liberar a los hebreos de Egipto y conducirlos hacia la “tierra prometida”, por la sencilla razón de que en esa época... estaba en manos de los egipcios. Además, no se observa ninguna huella de una revuelta de esclavos en el reinado de los faraones, ni de una conquista rápida del país de Canaán por parte de un elemento extranjero.

Tampoco existe signo o recuerdo del suntuoso reino de David y Salomón. Los descubrimientos de la década transcurrida muestran la existencia, en esa época, de dos pequeños reinos: Israel, el más poderoso, y Judea. Los habitantes de esta última tampoco sufrieron el exilio en el siglo VI antes de nuestra era: sólo sus elites políticas e intelectuales debieron instalarse en Babilonia. De este encuentro decisivo con los cultos persas nació el monoteísmo judío.

En cuanto al exilio del año 70 de nuestra era, ¿se produjo efectivamente? Paradójicamente, este “hecho fundacional” en la historia de los judíos, que origina la “diáspora”, no dio lugar a la menor obra de investigación. Y por una razón muy prosaica: los romanos nunca expulsaron a ningún pueblo en la región oriental del Mediterráneo. Salvo los prisioneros reducidos a la esclavitud, los habitantes de Judea siguieron viviendo en sus tierras, incluso tras la destrucción del Segundo Templo.

Una parte de ellos se convirtió al cristianismo en el siglo IV, mientras que la gran mayoría se sumó al islam durante la conquista árabe en el siglo VII. La mayoría de los pensadores sionistas no lo ignoraban: así, Isaac Ben Zvi, futuro presidente del Estado de Israel, al igual que David Ben Gurión, fundador del Estado, lo escribieron hasta 1929, año de la gran revuelta palestina. Ambos mencionan reiteradas veces el hecho de que los campesinos de Palestina son los descendientes de los habitantes de la antigua Judea (2).

A falta de un exilio desde la Palestina romanizada, ¿de dónde vienen los numerosos judíos que pueblan el Mediterráneo desde la Antigüedad? Detrás de la cortina de la historiografía nacional se esconde una sorprendente realidad histórica. De la revuelta de los macabeos en el siglo II antes de nuestra era, a la revuelta de Bar Kojba en el siglo II después de Cristo, el judaísmo fue la primera religión proselitista. Los asmoneos ya habían convertido a la fuerza a los idumeos del sur de Judea y los itureos de Galilea, anexados al “pueblo de Israel”. Partiendo de este reino judeo-helenista, el judaísmo se propagó en todo Medio Oriente y en el Mediterráneo. En el primer siglo de nuestra era surgió, en el actual Kurdistán, el reino judío de Adiabeno que, fuera de Judea, no fue el último reino en “judaizarse”: otros lo hicieron más tarde.

Los escritos de Flavio Josefo no son el único testimonio del ardor proselitista de los judíos. De Horacio a Séneca, de Juvenal a Tácito, muchos escritores latinos expresaron sus temores. La Mishná y el Talmud (3) autorizan esta práctica de la conversión, aun cuando, frente a la creciente presión del cristianismo, los sabios de la tradición talmúdica expresaran reservas al respecto.

“Judeización”


La victoria de la religión de Jesús, a comienzos del siglo IV, no puso fin a la expansión del judaísmo, sino que empujó el proselitismo judío a los márgenes del mundo cultural cristiano. En el siglo V apareció así, en el actual territorio de Yemen, un reino judío vigoroso con el nombre de Himyar, cuyos descendientes conservaron su fe tras la victoria del islam y hasta los tiempos modernos. Del mismo modo, los cronistas árabes dan cuenta de la existencia, en el siglo VII, de tribus bereberes judaizadas: frente al avance árabe, que alcanza África del Norte a fines de ese mismo siglo, aparece la figura legendaria de la reina judía Dihya-el-Kahina, quien intentó frenarlo. Bereberes judaizados participaron de la conquista de la casi isla ibérica, y establecieron allí los fundamentos de la particular simbiosis entre judíos y musulmanes, característica de la cultura hispano-árabe.

La conversión masiva más significativa se produjo entre el mar Negro y el mar Caspio: comprendió al inmenso reino jázaro en el siglo VIII. La expansión del judaísmo del Cáucaso a la Ucrania actual engendró múltiples comunidades, que las invasiones de los mongoles del siglo XIII rechazaron en gran medida hacia el este de Europa. Allí, con los judíos provenientes de las regiones eslavas del sur y de los actuales territorios alemanes, sentaron las bases de la gran cultura yidish (4).

Estos relatos de los orígenes múltiples de los judíos figuran, de manera más o menos imprecisa, en la historiografía sionista hasta los años ’60: progresivamente irán siendo dejados de lado antes de desaparecer totalmente de la memoria pública en Israel. Los conquistadores de la ciudad de David, en 1967, debían ser los descendientes de su reino mítico y no –¡Dios no lo permita!– los herederos de guerreros bereberes o de jinetes jázaros. Los judíos aparecen entonces como un “etnos” específico que, después de dos mil años de exilio y errancia, terminó volviendo a Jerusalén, su capital.

Los defensores de este relato lineal e indivisible no sólo recurren a la enseñanza de la historia: convocan también a la biología. Desde los años ’70, en Israel, una serie de investigaciones “científicas” se esfuerza por demostrar, por todos los medios, la proximidad genética de los judíos del mundo entero. La “investigación sobre los orígenes de las poblaciones” representa actualmente un campo legitimado y popular de la biología molecular, mientras que el cromosoma Y masculino ocupa un lugar de honor junto con una Clío (5) judía en la búsqueda desenfrenada de la unicidad de origen del “pueblo elegido”.

Esta concepción histórica constituye la base de la política identitaria del Estado de Israel, ¡y ése es su punto débil! En efecto, da lugar a una definición esencialista y etnocentrista del judaísmo, alimentando una segregación que separa a los judíos de los no judíos, tanto árabes como rusos o trabajadores inmigrantes.

Israel, sesenta años después de su fundación, se niega a considerarse una república que existe para sus ciudadanos. Aproximadamente el 25% de ellos no son considerados judíos y, según el espíritu de sus leyes, este Estado no les pertenece. En cambio, Israel se presenta siempre como el Estado de los judíos del mundo entero, aunque ya no se trate de refugiados perseguidos, sino de ciudadanos de pleno derecho que viven en plena igualdad en los países donde habitan. Dicho de otro modo, una etnocracia sin fronteras justifica la severa discriminación que practica con una parte de sus ciudadanos invocando el mito de la nación eterna, reconstruida para reunirse en la “tierra de sus ancestros”.

Escribir una nueva historia judía, más allá del prisma sionista, no es algo fácil. La luz que lo atraviesa se transforma en colores etnocentristas intensos. Ahora bien, los judíos siempre formaron comunidades religiosas constituidas, la mayoría de las veces por conversión, en diversas regiones del mundo: éstas no representan pues un “etnos” portador de un mismo origen único y que se habría desplazado a lo largo de una errancia de veinte siglos.

Tal como se sabe, el desarrollo de toda historiografía, al igual que el proceso de la modernidad, pasa por la invención de la nación. Ésta ocupó a millones de seres humanos en el siglo XIX y durante una parte del XX. El fin de este último vio cómo estos sueños comenzaban a desmoronarse. Un creciente número de investigadores analizan, disecan y deconstruyen los grandes relatos nacionales, y especialmente los mitos de origen común tan apreciados por los cronistas del pasado. Las pesadillas identitarias de ayer darán lugar, mañana, a otros sueños de identidad. Como toda personalidad hecha de identidades fluidas y variadas, la historia es, también, una identidad en movimiento.

REFERENCIAS

(1) Texto fundador del judaísmo, la Torá –la raíz hebraica yara significa enseñar– se compone de los cinco primeros libros de la Biblia, o Pentateuco: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio.

(2) David Ben Gurión e Isaac Ben Zvi, Eretz Israel en el pasado y en el presente (1918, en yidish), Jerusalén, 1980 (en hebreo); Ben Zvi, Nuestra población en el país (en hebreo), Varsovia, Comité Ejecutivo de la Unión de la Juventud y Fondo Nacional Judío, 1929.

(3) La Mishná, considerada la primera obra de literatura rabínica, fue concluida en el siglo II de nuestra era. El Talmud sintetiza el conjunto de los debates rabínicos en torno a la ley, las costumbres y la historia de los judíos. Hay dos Talmud: el de Palestina, escrito entre los siglos III y IV, el de Babilonia, terminado a fines del siglo V.

(4) Hablado por los judíos de Europa Oriental, el yidish es una lengua eslavo-alemana que contiene palabras de origen hebreo.

(5) En la mitología griega, Clío era la musa de la historia.


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