El determinismo biológico: un instrumento ideológico al servicio de la nueva clase dominante. Parte II.


Extracto del libro "No está en los genes" (1984) Traducido al castellano en 1987.
R.C.Lewontin (genetista evolucionista),S.Rose (neurobiólogo) y L.J.Kamin(psicólogo). 

Segunda parte del artículo: 
El determinismo biológico: un instrumento ideológico al servicio de la nueva clase dominante. Parte I.



LA LEGITIMACIÓN DE LA DESIGUALDAD

El proceso de transición de la sociedad feudal a la sociedad
burguesa se caracterizó, desde sus comienzos en el siglo XIV y
con creciente intensidad a partir del siglo XVII, por las cons-
tantes luchas y conflictos. Al igual que las sociedades romana
y feudal fueron repetidamente trastornadas por revueltas ser-
viles como las sublevaciones de esclavos capitaneados por Es-
partaco y Nat Turner o las revueltas campesinas en Alemania
y Rusia, así también la sociedad burguesa ha estado marcada
por incidentes como el de la quema de almiares y la destruc-
ción de máquinas efectuadas por el capitán Swing en Gran
Bretaña en el siglo xIx, y por el reforzamiento del patriarcado
mediante episodios periódicos de caza de brujas. Las últimas
décadas también han estado marcadas por sublevaciones: de
negros en Norteamérica, de trabajadores en Polonia, de la ju-
ventud en paro en Gran Bretaña. El modelo es similar en cada
caso: en todo momento la violencia de aquellos que no po-
seen contra quienes sí poseen está a punto de producirse, y
cuando surge, le sale al paso el poder policial organizado del
Estado. No obstante, para quienes tienen poder es una evi-
dente desventaja tener que hacer frente a la violencia con vio-
lencia. Los resultados de las confrontaciones violentas no son
siempre seguros. Los enfrentamientos pueden propagarse, se
destruye la propiedad y la riqueza, se interrumpe la produc-
ción y se altera la tranquilidad de los propietarios para dis-
frutar los frutos de sus posesiones. Es evidentemente mejor
llevar la lucha, si es posible, al plano institucional: a las Cor-
tes, al proceso parlamentario, a la mesa de negociaciones.
Dado que estas instituciones están en manos de los poseedo-
res del poder social, el resultado es más seguro, y si es preciso
hacer concesiones por miedo a una ruptura exitosa, éstas
pueden ser pequeñas, lentas e incluso ilusorias. Quienes tie-
nen poder deben, si es posible, evitar por completo la lucha o,
por lo menos, mantenerla dentro de límites que puedan ma-
nejar las instituciones que controlan. Hacer cualquiera de las
dos cosas requiere el arma de la ideología. Quienes ostentan
el poder y sus representantes pueden desarmar con mayor
efectividad a los que se enfrentan a ellos convenciéndolos de
la legitimidad e inevitabilidad de la organización social rei-
nante. Si lo que existe es justo, entonces uno no debería opo-
nerse a ello; si existe de modo inevitable, uno nunca puede
oponerse con éxito.

Hasta el siglo xvII fue la Iglesia, a través de la doctrina de
la gracia y del derecho divino, el principal propagador de la
legitimidad y de la inevitabilidad. Incluso Lutero, el religioso
rebelde, ordenó que los campesinos obedecieran a su señor.
Además, defendió claramente el orden: «La paz es más im-
portante que la justicia; y la paz no se hizo para servir a la jus-
ticia, sino la justicia para servir a la paz».1 En la medida que
las armas ideológicas han conseguido convencer a la gente de
la justicia y de la inevitabilidad del actual orden social, cual-
quier intento de revolucionar la sociedad debe utilizar con-
traarmas ideológicas que despojen al viejo orden de su legiti-
midad y construyan al mismo tiempo un marco para el nuevo
orden.

LAS CONTRADICCIONES

El cambio en las relaciones sociales provocado por la revolu-
ción burguesa requirió más que un simple compromiso con la
racionalidad y la ciencia. La necesidad de libertad e igualdad

1. Lutero, Sobre el matrimonio, 1530.

de los individuos —para desplazarse geográficamente, para
poseer su propia fuerza de trabajo y para entrar en una diver-
sidad de relaciones económicas— fue apoyada por un com-
promiso con la libertad y la igualdad de los individuos enten-
didas como derechos absolutos otorgados por Dios (al menos
a los hombres). La Enciclopedia francesa no era únicamente
una obra técnica racionalista. Diderot, Voltaire, Montes-
quieu, Rousseau y sus otros contribuyentes hicieron de la En-
ciclopedia un manifiesto de liberalismo político que comple-
mentaba su racionalismo científico. Los cien años que van
desde los Dos tratados sobre el gobierno civil de Locke, que
justificaban la Revolución inglesa, hasta Los derechos del
hombre de Paine, que justificaba la Revolución francesa, fue-
ron el período de creación y elaboración de una ideología de
libertad e igualdad que se pretendía irrefutable. «Sostenemos
que estas verdades son evidentes por sí mismas —escribieron
los autores de la Declaración de Independencia Americana—,
que todos los hombres son creados iguales, que han sido do-
tados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que
entre estos derechos están la vida, la libertad y la búsqueda de
la felicidad» (esto es, la riqueza).

Sin embargo, cuando los formuladores de la Declaración
de Independencia escribieron que «todos los hombres son
creados iguales», querían decir literalmente «hombres», ya
que las mujeres ciertamente no disfrutaban de estos derechos
en la nueva república. No obstante, tampoco querían decir li-
teralmente «todos los hombres», ya que la esclavitud negra
continuó existiendo tras las revoluciones norteamericana y
francesa. A pesar de los términos universales y trascendenta-
les con que se expresaban los manifiestos de la burguesía re-
volucionaria, las sociedades que se estaban construyendo
eran mucho más restringidas. Lo que se exigía era la igualdad
entre comerciantes, fabricantes, abogados y arrendatarios y
la nobleza anteriormente privilegiada, no la igualdad de ro-
das las personas. La libertad que se necesitaba era la libertad
de inversión, la de comprar y vender tanto productos como
trabajo, la de instalar tiendas en cualquier parte y en cual-
quier momento sin el obstáculo de las restricciones feudales
al comercio y al trabajo, y la de poseer mujeres como fuerza
de trabajo reproductivo. Lo que no se necesitaba era la liber-
tad de todos los seres humanos para buscar la felicidad.

Como en Animal Farm, de Orweil, todos eran iguales, aun-
que algunos más que otros.

El problema al elaborar una justificación ideológica es
que el enunciado puede resultar bastante más radical de lo que
exige la práctica. Los fundadores de la democracia liberal ne-
cesitaban una ideología que justificara y legitimara el triunfo
de la burguesía sobre la atrincherada aristocracia, el triunfo de
una clase sobre otra, más que una ideología que eliminara las
clases y el patriarcado. Sin embargo, necesitaron, en su lucha,
el apoyo del menú peuple, de los pequeños terratenientes y
los campesinos. Uno apenas puede imaginarse hacer una re-
volución con el grito de guerra «¡Libertad y justicia para al-
gunos! ». La ideología supera así a la realidad. Los panfleta-
rios de la revolución burguesa crearon, por necesidad y en
parte sin duda por convicción, un conjunto de principios filo-
sóficos en contradicción con la realidad social que intentaban
construir.

La victoria final de la burguesía sobre el viejo orden conlle-
vó que las ideas de libertad e igualdad, que habían sido las ar-
mas subversivas de una clase revolucionaria, se convirtiesen
en la ideología legitimadora de la clase en el poder. El proble-
ma era, y todavía es, que la sociedad creada por la revolución
estaba en clara contradicción con la ideología de la que pro-
cedían sus exigencias de justicia. La esclavitud perduró en el
Santo Domingo francés hasta la fructuosa rebelión esclava de
1801, y durante cincuenta años más en la Martinica. No fue
abolida en los dominios británicos sino hasta 1833; y hasta
1863 en Estados Unidos. El sufragio, incluso entre los hom-
bres libres, era muy restringido. Aún después del Reform Bill
de 1832 en Gran Bretaña sólo un 10 por 100 de la población
adulta tenía derecho a voto, y el sufragio universal para los
hombres no se establecería hasta 1918. El derecho a voto de
las mujeres tendría que esperar en Estados Unidos hasta
1920, en Gran Bretaña hasta 1928, en Bélgica hasta 1946 y
hasta 1981 en Suiza. El derecho de las mujeres a la propiedad
y a conseguir un puesto de trabajo elegido por ellas en igual-
dad de condiciones con los hombres era, y sigue siendo, un
campo de batalla en activo.

En un plano más fundamental, el poder social y económico
sigue estando distribuido de forma extremadamente desigual
y no muestra signos de ser redistribuido eficientemente. A pe-
sar de la idea de igualdad, alguna gente tiene poder sobre su
propia vida y la de otros, mientras la mayoría no lo tiene.
Aún hay gente rica y gente pobre, patronos que poseen y con-
trolan los medios de producción y empleados que ni siquiera
controlan las condiciones de su propio trabajo. Por lo gene-
ral, los hombres son más poderosos que las mujeres; y los
blancos más poderosos que los negros. La distribución de la
renta en Estados Unidos y Gran Bretaña es claramente desi-
gual: alrededor de un 20 por 100 de la misma corresponde al
5 por 100 de las familias mejor remuneradas y sólo un 5 por
100 al 20 por 100 peor pagado. La distribución de la riqueza
está mucho más sesgada. El 5 por 100 más rico en Estados
Unidos posee el 50 por 100 de toda la riqueza; y si desconta-
mos las casas en que vive la gente, los coches que conduce y la
ropa que viste, entonces prácticamente toda la riqueza perte-
nece al 5 por 100 más rico2 (por ejemplo, el 1 por 100 posee
el 60 por 100 de todo el stock colectivo y el 5 por 100 más
rico, el 83 por 100).

Tampoco puede argumentarse que en los últimos trescien-
tos años ha aumentado drásticamente la igualdad económica.
Empleando las cifras, admitidas como aproximadas, reuni-
das por Gregory King en 1688 sobre los impuestos al hogar,3
puede calcularse que en la época de la Revolución Gloriosa el
20 por 100 de las familias más pobres tenía el 4 por 100 de la
renta y que el 5 por 100 de las familias más ricas percibía el
32 por 100. La distribución de la renta se ha emparejado en

2. Véase C. Jencks, Inequality, Basic Books, Nueva York, 1972,
cap. 7; véase también P. Townsend, Poverty, Penguin, Harmonds-
worth, Middiesex, Inglaterra, 1980.
3. Cuadro presentado por G. M. Treveiyan en English Social His-
tory, Longmans, Green, Nueva York, 1942, p. 277.

cierta medida en los últimos cien años, pero las cifras están
basadas en ingresos monetarios. En Estados Unidos, por ejem-
plo, la proporción de la fuerza de trabajo en la agricultura ha
caído del 40 por 100 al 4 por 100, por lo que no se ha toma-
do en cuenta la pérdida de ingresos reales producida a medi-
da que los grupos más pobres han abandonado la agricultura
de subsistencia. Por otra parte, ha habido expansiones pe-
riódicas de la ley de asistencia social y de los subsidios de la
misma que han tenido por efecto una redistribución de la ren-
ta, aunque estas expansiones han fluctuado considerable-
mente. Sería sumamente difícil demostrar que los trabajado-
res industriales pobres vivían de manera más acomodada en
el apogeo del movimiento cartista en la década de 1840 que
sus antepasados rurales de la época Tudor, y hay considera-
ble evidencia de que el principio del siglo xix deparó una gran
miseria a los pobres.4 Incluso la redistribución de la renta que
ha tenido lugar en los últimos cien años difícilmente ha re-
dundado en la creación de una sociedad igualitaria. En Esta-
dos Unidos, la tasa de mortalidad infantil entre los negros es
1,8 veces superior a la de los blancos, y la expectativa media
de vida es un 10 por 100 inferior.5 En Gran Bretaña, la mor-
talidad perinatal es más de dos veces más alta entre los niños
nacidos en familias obreras que entre los nacidos en familias
de profesionales.6

La ideología política puede dividir a la gente en lo que res-
pecta a los orígenes, la moralidad y el futuro de la desigual-
dad social y económica, pero nadie puede cuestionar su exis-
tencia. La sociedad burguesa, como la sociedad aristocrática
feudal a la que reemplazó, se caracteriza por diferencias in-

4. Véase P. Deane y W. A. Colé, British Economic Growth, 1688-
1959, Cambridge University Press, Cambridge, 1969.
5. U. S. Bureau of the Census, Historical Statistics of the Vnited
States: Colonial Times to 1970, Department of Commerce, Washing-
ton, D. Q, 1975.
6. L. Doyal, The Political Economy of Health, Pluto, Londres,
1979; The Black Repon: Inequalities m Health, DHSS, Londres, 1980,
publicado y editado por P. Townsend y N. Davidson, Penguin, Har-
mondsworth, Middiesex, Inglaterra, 1982.

mensas en cuanto a estatus, riqueza y poder. El hecho de que
la economía haya crecido con el paso del tiempo, de modo
que en cada generación —por lo menos hasta el presente—
los hijos están mejor acomodados que sus padres, y de que se
hayan producido importantes cambios en la actividad laboral
—de una economía de producción a una economía de servi-
cios, por ejemplo— sirve únicamente para enmascarar estas
diferencias.

La eterna lucha entre quienes poseen el poder y aquellos
sobre quienes lo ejercen es exacerbada en la sociedad burgue-
sa por una contradicción entre la ideología y la realidad que
no se daba en la época feudal. La ideología política de la li-
bertad y, en especial, de la igualdad que legitimó el derroca-
miento de la aristocracia ayudó a crear una sociedad en la
que la idea de igualdad es todavía tan subversiva como lo ha
sido siempre, si se la adopta seriamente. Fue en nombre de la
igualdad y para terminar con la injusticia por lo que han teni-
do lugar la Comuna de París de 1871, las sublevaciones de es-
tudiantes/trabajadores de 1968 y las revueltas de los negros
en el interior de las ciudades de Gran Bretaña y Norteaméri-
ca. Evidentemente, si la sociedad en que vivimos ha de pare-
cer justa, tanto a los poseedores como a los desposeídos, se
necesita una manera distinta de entender la libertad y la
igualdad, una concepción que haga congruente la realidad de
la vida social con los imperativos morales. Es precisamente
para responder a la necesidad de una autojustifícación y para
prevenir el desorden social por lo que se ha desarrollado la
ideología del determinismo biológico.


SOBRE LAS CONTRADICCIONES: LOS TRES
ENUNCIADOS DEL DETERMINISMO BIOLÓGICO

La ideología de la igualdad ha sido transformada en un arma
en apoyo, más que en contra, de una sociedad de la desigualdad
al volver a situar la causa de la desigualdad en la naturaleza de
los individuos y no en la estructura de la sociedad. Primero, se
afirma que las desigualdades sociales son una consecuencia di-
recta e ineludible de las diferencias entre los individuos en habi-
lidad y mérito intrínsecos. Cualquiera puede tener éxito, alcan-
zar la cumbre; pero conseguirlo o no depende de la fuerza o de-
bilidad inherente a la voluntad o carácter. En segundo lugar,
mientras la ideología liberal ha ejercido un determinismo cul-
tural, subrayando las circunstancias y la educación, el determi-
nismo biológico considera que tales triunfos o fracasos de la
voluntad y del carácter están codificados, en gran parte, en los
genes del individuo; el mérito y la habilidad se transmitirán de
generación en generación dentro de las familias. Por último, se
afirma que la presencia de tales diferencias biológicas entre los
individuos conduce por necesidad a la creación de sociedades
jerárquicas, ya que es propio de la naturaleza, determinada
biológicamente, formar jerarquías de estatus, riqueza y poder.

Los tres elementos son necesarios para conseguir una justifica-
ción completa de las estructuras sociales actuales.

El papel determinativo de la diferencia entre los individuos
en la configuración de la estructura de la moderna sociedad
burguesa ha sido bien explicitado. Lester Frank Ward, una
destacada figura de la sociología norteamericana del siglo
XIX, escribió que la educación es

el poder destinado a derribar todo tipo de jerarquía. Está destina-
do a terminar con toda desigualdad artificial y a dejar que las de-
sigualdades naturales encuentren su verdadero nivel. El verda-
dero valor de un niño recién nacido está ... en su manifiesta
capacidad de adquirir la habilidad de hacer.7

El concepto fue actualizado en los años sesenta por el so-
ciólogo inglés Michael Young en su sátira The Rise of the
Meritocracy.s Esta meritocracia pronto recibiría fundamen-
tos biológicos. Hacia 1969, Arthur Jensen, de la Universidad
de California, afirmaría en su artículo sobre el CI y el éxito:

7. L. F. Ward, Puré Sociology, Macmillan, Londres, 1903.
8. M. Young, The Rise of the Meritocracy, Penguin, Harmonds-
worth, Middiesex, Inglaterra, 1961. (Hay traducción castellana: El
triunfo de la meritocracia, Tecnos, Madrid, 1964.)

Debemos asumirlo, la clasificación de las personas dentro de
roles ocupacionales no es «justa» en ningún sentido. Lo mejor
que podemos esperar es que el verdadero mérito, dada una igual-
dad de oportunidades, actúe como base de la dinámica clasifíca-
toria natural.9

Para que no se nos escapen las consecuencias políticas de
esta desigualdad natural, algunos deterministas las exponen
bastante explícitamente. Richard Herrnstein, de Harvard, uno
de los más activos ideólogos de la meritocracia, explica que:
Las clases privilegiadas del pasado probablemente no eran
muy superiores biológicamente a los oprimidos, motivo por el
que la revolución tenía buenas posibilidades de éxito. Al eliminar
las barreras artificiales entre las clases, la sociedad ha estimulado
la creación de barreras biológicas. Cuando la gente pueda acce-
der a su nivel natural en la sociedad, las clases más altas tendrán,
por definición, mayor capacidad que las inferiores.10

El esquema explicativo está aquí expuesto en su forma más
explícita. El Antiguo Régimen se caracterizó por sus obstácu-
los artificiales al movimiento social. Lo que hicieron las revo-
luciones burguesas fue destruir esas distinciones arbitrarias y
permitir que las diferencias naturales se manifestasen por sí
mismas. La igualdad es, pues, igualdad de oportunidades, no
igualdad de habilidades o de resultados. La vida es como una
carrera pedestre. En los malos viejos tiempos los aristócratas
tenían una cabeza de ventaja (o se les declaraba vencedores
por fíat), pero ahora todos salen juntos para que gane el mejor
—siendo éste determinado biológicamente. En este esquema,
la sociedad está compuesta por individuos que se mueven li-
bremente, átomos sociales que, sin el impedimento de conven-
ciones sociales artificiales, suben o bajan en la jerarquía social

9. A. R. Jensen, «How Much Can We Boost IQ and Scholastic
Achievement?», Harvard Educational Review, 39 (1969), p. 15.
10. R. Herrnstein, IQ and the Meritocracy, Littie, Brown, Bostón,
1973,p. 221.

de acuerdo con sus deseos y habilidades innatas. La movilidad
social es plenamente abierta y justa o puede requerir, para ser-
lo, a lo sumo un ajuste mínimo, un acto regulador ocasional de
legislación. Tal sociedad ha producido, naturalmente, casi
tanta igualdad como es posible. Cualquier diferencia rema-
nente constituye el mínimo irreducible de desigualdad, engen-
drado por diferencias naturales de mérito verdadero. Las revo-
luciones burguesas triunfaron porque sólo estaban derribando
obstáculos artificiales, mientras que las nuevas revoluciones
son inútiles porque no podemos eliminar las barreras natura-
les. No está muy claro qué principio de la biología garantiza
que los grupos biológicamente «inferiores» no puedan apode-
rarse del poder de los biológicamente «superiores», pero ello
implica con claridad que alguna propiedad general de estabili-
dad acompaña a las jerarquías «naturales».

Al dar este barniz a la idea de igualdad, el determinismo
biológico hace que pase de ser un ideal subversivo a ser un
ideal legitimador y un medio de control social. Las diferen-
cias dentro de la sociedad son justas e inevitables porque son
naturales. Por lo tanto, es físicamente imposible cambiar el
statu quo en cualquier forma total, así como moralmente
erróneo intentarlo.

Un corolario político de esta visión de la sociedad es una
prescripción para la actividad del Estado. El programa social
del Estado no debería dirigirse hacia una igualación «antina-
tural» de la condición social, lo que en cualquier caso sería
imposible a causa de su «artificialidad», sino que debería pro-
porcionar el lubricante para facilitar y estimular el acceso de
los individuos a las posiciones a que sus naturalezas intrínse-
cas les han predispuesto. Se deben promover leyes que estimu-
len la igualdad de oportunidades, pero es erróneo establecer
cuotas artificiales que garanticen, por ejemplo, el 10 por 100
de todos los empleos en alguna industria a los negros, porque
con ellas se intenta reducir la desigualdad por debajo de su ni-
vel «natural». Del mismo modo, más que dar la misma educa-
ción a blancos y negros o a los niños de la clase obrera y a los
de la clase social media-alta, las escuelas deberían clasificarlos
en su medio ambiente educacional «natural» apropiado me-
diante test de CI o exámenes «eléven-plus». De hecho, la edu-
cación se convierte en la institución más importante en la pro-
moción de la clasificación social de acuerdo con la habilidad
innata. «El poder destinado a derribar todo tipo de jerarquía»
es la «educación universal».11

El segundo —y crucial— paso en la construcción de la
ideología del determinismo biológico, después de la afirma-
ción de que la desigualdad social está basada en las diferen-
cias individuales intrínsecas, es la ecuación de lo intrínseco
con lo genético. Es posible, en principio, que las diferencias
entre los individuos sean innatas sin ser biológicamente here-
dables. En realidad, las explicaciones de la desigualdad basa-
das en éxitos o fracasos individuales de la voluntad o del ca-
rácter a menudo no pretenden ir más lejos. De hecho, desde la
perspectiva biológica puede demostrarse que una gran pro-
porción de la sutil variación fisiológica y morfológica entre
los individuos de las razas de animales experimentales son el
resultado de accidentes del desarrollo que no son heredables.
Como tampoco la concepción vulgar de las diferencias inna-
tas necesariamente las equipara con lo que es heredado. La
combinación de las cualidades intrínsecas y las heredadas es
un paso inequívoco hacia la configuración de la estructura
del determinismo biológico.

La teoría de que vivimos en una sociedad que recompensa el
mérito intrínseco está en contradicción con la observación co-
mún en un aspecto importante. Es evidente que, de alguna for-
ma, los padres pasan su poder social a sus hijos. Los hijos de
los magnates del petróleo tienden a hacerse banqueros, mien-
tras que los hijos de los que trabajan en la industria del petró-
leo tienden a endeudarse con los bancos.12 La probabilidad de

11. L. F. Ward, Puré Sociology.
12. Esta correlación fue señalada por vez primera en el siglo xix
por Francis Galton, el inventor de una gran cantidad de técnicas an-
tropométricas para cuanrifícar aspectos de la actuación humana. Gal-
ton creó técnicas para medir la inteligencia y teorías sobre su naturale-
za hereditaria. En 1869, en su libro Hereditary Genius, trazó los
árboles genealógicos de gran número de eminentes obispos, jueces,
científicos y otras personalidades victorianas, y, tras demostrar que
sus padres y abuelos habían tendido también a ser obispos, jueces,
científicos, etc., concluyó que el genio se heredaba y que estaba des-
proporcionalmente concentrado entre los varones de la clase alta vic-
toriana. Otras clases sociales británicas y otras nacionalidades euro-
peas poseían una menor cantidad de genio, y las «razas» no blancas,
menos que ninguna.
13. P. Biau y O. D. Duncan, The American Occupational Structu-
re, John Wiley, Nueva York, 1967.

que alguno de los hermanos Rockefeller hubiera podido dedi-
car su vida a trabajar en un garaje de la Standard Oil es bastan-
te pequeña. Aunque ciertamente existe una movilidad social
considerable, la correlación entre el estatus social de los padres
y el de los hijos es alta. El estudio, frecuentemente citado, sobre
la estructura ocupacional norteamericana llevado a cabo por
Biau y Duncan mostró, por ejemplo, que el 71 por 100 de los
hijos de los trabajadores de cuello blanco (los oficinistas) eran
a su vez trabajadores de cuello blanco, mientras que el 62 por
100 de los hijos de los trabajadores de cuello azul (los obreros)
permanecían en esta categoría.13 Las cifras británicas no difie-
ren de éstas. Sin embargo, estos cálculos subestiman enorme-
mente el grado de inamovilidad de la clase social, ya que la ma-
yor parte del movimiento entre las categorías de cuello blanco
y de cuello azul respecto a las ganancias, el estatus, el control
de las condiciones de trabajo y la seguridad es horizontal. La
naturaleza de determinados empleos varía con las generacio-
nes. Hoy en día hay menos trabajadores en la producción pri-
maria y más en las industrias de servicios. Los oficinistas, sin
embargo, no son menos proletarios porque se sienten en escri-
torios en vez de estar en un taller; y los vendedores, uno de los
grupos más amplios de «trabajadores de cuello blanco», están
entre los peor pagados y los menos seguros de todos los grupos
ocupacionales. ¿Será acaso que los padres traspasan su estatus
social a sus hijos contraviniendo el proceso meritocrático? A no
ser que la sociedad burguesa tenga, como su predecesora aris-
tocrática, un privilegio artificial heredado, la transmisión del
poder social de padres a hijos debe ser algo natural. Las dife-
rencias de mérito no son sólo intrínsecas, sino también hereda-
das biológicamente: están en los genes.

La convergencia de los dos significados de la herencia —el
social y el biológico— legitima la transmisión del poder social
de generación en generación. Aún se puede afirmar que vivi-
mos en una sociedad con igualdad de oportunidades en la que
cada individuo baja o sube en la escala social en función de sus
méritos, siempre que entendamos que el mérito está conteni-
do en los genes. La noción sobre el carácter hereditario del
comportamiento humano y, por lo tanto, de la posición social
que impregnó tan intensamente la literatura del siglo xix pue-
de así entenderse, no como un atavismo intelectual, como un
retroceso a las ideas aristocráticas en un mundo burgués, sino,
por el contrario, como una postura coherentemente elabora-
da para explicar los hechos de la sociedad burguesa.

La afirmación de que hay diferencias de mérito y habilidad
hereditarias entre los individuos no concluye el argumento
que defiende la justicia y la inevitabilidad de las estructuras
sociales burguesas. Aún quedan dificultades lógicas que de-
ben ser resueltas por los deterministas. En primer lugar, está
la falacia naturalista que deriva «debería» de «es». Que haya
o no diferencias biológicas entre los individuos no proporcio-
na por sí mismo una base para identificar lo que es «justo».
Las ideas sobre la justicia no pueden ser deducidas de los he-
chos de la naturaleza, aunque, por supuesto, uno puede em-
pezar con el a priori de que lo que es natural es bueno —su-
poniendo que uno desee aceptar, por ejemplo, que la ceguera
infantil producida por el tracoma es «justa». En segundo
lugar, está la equiparación de lo «innato» y lo «inmutable»,
que parece implicar cierto predominio de lo natural sobre lo
artificial. Sin embargo, la historia de la especie humana es
precisamente la historia de las victorias sociales sobre la na-
turaleza, de las montañas que han sido removidas, de los ma-
res que han sido unidos, de las enfermedades que han sido
erradicadas e incluso de las especies transformadas con pro-
pósitos humanos. Decir que todo esto ha sido hecho «de
acuerdo con las leyes de la naturaleza» no es más que decir
que vivimos en un mundo material que posee ciertas restric-
ciones. Pero en cada caso debe determinarse en qué consis-
ten estas restricciones. «Natural» no quiere decir «inmutable».

La naturaleza puede ser modificada de acuerdo con la natu-
raleza.

Estas no son simplemente objeciones formales al determinis-
mo: también tienen fuerza política. No siempre se ha conside-
rado que las diferencias intrínsecas entre los individuos en la
habilidad para desempeñar funciones sociales conduzcan nece-
sariamente a una sociedad jerárquica. Marx resumió su visión
de la sociedad comunista en la « Crítica al Programa de Gotha » de
este modo: «De cada uno según sus habilidades, a cada uno
según sus necesidades». En los arios treinta, genetistas como
J. B. S. Haldane, que era miembro del Partido Comunista Britá-
nico y columnista del Daily Worker, y H. J. Muller, que trabajó
en la Unión Soviética después de la revolución bolchevique y
que en esa época se identificaba a sí mismo como marxista, de-
fendieron (a lo largo de unas lineas que no compartimos) que
aspectos importantes del comportamiento humano estaban in-
fluidos por los genes.14 Sin embargo, ambos creían que las rela-
ciones sociales podían ser revolucionadas y que las clases po-
dían ser abolidas pese a la existencia de diferencias intrínsecas
entre los individuos. Socialdemócratas y liberales han expresa-
do la misma opinión. Uno de los principales evolucionistas del
siglo XX, Theodosius Dobzhansky, afirmó en su Genetic Diver-
sity ana Human Equalityis que podemos construir una socie-
dad en la que los pintores de cuadros y los pintores de casas, los
barberos y los cirujanos reciban recompensas psíquicas y mate-
riales equivalentes, aunque creía que diferían genéticamente
unos de otros.

Parece ser que la simple afirmación de que existen diferen-
cias hereditarias de habilidad entre los individuos no ha basta-
do para justificar la permanencia de una sociedad jerárquica.
Es preciso afirmar además que estas diferencias heredables
conducen necesaria y justamente a una sociedad caracterizada

14. Por ejemplo, H. J. Muller, Out of the Night, Vanguard Press,
Nueva York, 1935.
15. T. Dobzhansky, Genetic Diversity ana Human Equality, Basic
Books, Nueva York, 1973. (Hay traducción castellana: Diversidad ge-
nética e igualdad humana. Editorial Labor, Barcelona, 1978.)

por un poder y unas recompensas diferenciales. Este es el papel
jugado por las teorías de la naturaleza humana, el tercer ele-
mento constitutivo de las afirmaciones del determinismo bio-
lógico. Además de las diferencias biológicas supuestamente
existentes entre los individuos o los grupos, se supone que hay
«tendencias» biológicas que comparten todos los seres huma-
nos y sus sociedades, y que estas tendencias dan lugar a socie-
dades jerárquicamente organizadas en las que los individuos
compiten por los escasos recursos localizados en su campo de ac-
ción. Los sujetos activos mejores y más emprendedores obtienen
habitualmente una parte desproporcionada de las recompensas,
mientras que los menos afortunados son desplazados a posicio-
nes menos deseables.16

La pretensión de que la «naturaleza humana» garantiza
que las diferencias hereditarias entre los individuos y entre
los grupos se traduzcan en una jerarquía de estatus, riqueza y
poder completa plenamente la ideología del determinismo
biológico. Para justificar su ascenso originario al poder, la
nueva clase media tuvo que exigir una sociedad en la que el
«mérito intrínseco» pudiera ser recompensado. Ahora, para
mantener su posición, afirman que el mérito intrínseco, será
recompensado cuando esté libre para manifestarse por sí mis-
mo, ya que es propio de la «naturaleza humana» formar je-
rarquías de poder y recompensa.