Mauricio Abdalla
Profesor de Filosofía de la Ciencia en la Universidad do Espiritu Santo, Brasil.
INTRODUCCIÓN
Una de las principales características de la sociedad contemporánea es una cierta estupefacción con las dos principales crisis que abruman a la humanidad en el umbral del siglo XXI. Me refiero a la crisis de la Naturaleza y a la crisis de las relaciones humanas de producción y sociabilidad. La amplitud y la gravedad de estas crisis hacen que se impongan como los principales problemas sobre los cuales debe inclinarse la filosofía si esta quiere mantener su papel histórico de dar inteligibilidad al mundo, más allá de la simple manifestación inmediata de los fenómenos.
La concepción de filosofía adoptada en este estudio es la de que esta es una forma de saber que tiene como objeto todo y cualquier fenómeno que se presente como problema. La problematización de los fenómenos surge cuando estos se presentan como un desafío para la racionalidad que precisa ser afrontado, con el fin de que la humanidad no pierda la característica principal que le posibilita existir en el mundo, libre de la perplejidad y de los miedos, y mantenga su poder de transformación de la realidad: la capacidad de entender el mundo.
La filosofía debe volverse hacia el mundo y extraer de este su objeto. No es un conjunto de vocablos y sentencias coherentes apenas consigo mismos, sino que adquiere esa coherencia en su referencia a una dimensión “extrateórica”. Es justamente esa dimensión la que provee el lastre de la nave del pensamiento filosófico. Por ello, puede decirse que la filosofía es una reconstrucción racional del mundo en diversos aspectos y no una actividad puramente conceptual.
Cuando el problema pierde su condición de ser resuelto dentro de una determinada racionalidad; cuando entra en conflicto con los ejes fundamentales que dan unidad a una concepción determinada del mundo; cuando, en resumen, las respuestas posibles dentro de un determinado logos ni siquiera rozan alguna solución para el problema establecido, emergen entonces las crisis. Es en esos momentos en los que la filosofía muestra su mayor importancia y desafía el intelecto humano de una forma mucho más exigente.
Mi tesis fundamental es que vivimos en uno de esos momentos de crisis, generado por fenómenos problemáticos que desafían el pensamiento filosófico y le exigen una especial atención. Este artículo abordará, en primer lugar, en que sentido las crisis mencionadas en el primer párrafo, se caracterizan como tales, para después trazar una visión filosófica sobre estas. Y como mi objetivo no es asustar al lector o propagar el pesimismo, en el final intentaré presentar algunos pilares para una nueva racionalidad que pueda superar las crisis que estamos viviendo. Esta propuesta se funda en el principio de cooperación.
1. CRISIS DE LA NATURALEZA
Nadie niega que el modo depredador e irracional con el que las grandes empresas van explotando los recursos naturales y agrediendo la naturaleza a través de la emisión de contaminantes y residuos industriales en el aire, en la tierra, en los ríos y en los mares, sitúa en riesgo al ecosistema y ya está volviendo insuficiente a la Naturaleza para el número de habitantes del planeta. (NOTA 1)
El ser humano ve amenazada su existencia si, en un corto espacio de tiempo, no soluciona esa crisis de la Naturaleza, equiparando, de alguna forma, la desigualdad entre el crecimiento de la población y la progresiva reducción de los recursos naturales. La existencia humana y los problemas relacionados con ella se imponen como cuestiones sobre las cuales deben inclinarse el pensamiento y las acciones humanas. Cuando pueden resolverse con el recurso de las ciencias y de las acciones gubernamentales, sin reconstruir la racionalidad que las subsume, poco tiene que decir la filosofía. Pero, a juzgar por las respuestas dadas hasta hoy al problema del medio ambiente no me parece que se pueda solucionarlo sin una reconstrucción de nuestra forma de concebir el mundo.
La preocupación por el problema ambiental hizo que líderes o representantes de las diversas naciones del mundo se reunieran por diversas veces en innumeras conferencias mundiales. Una gran cantidad de propuestas de soluciones fueran presentadas y la más importante de todas fue el llamado Protocolo de Kioto. Sin embargo, casi nada fue puesto en práctica por los gobiernos del mundo. No podemos atribuir esto a una simple incompetencia de las clases dirigentes, pero sí, como veremos, a un límite de la racionalidad dominante.
El constante rechazo de las propuestas que podrían salvar el medio ambiente manifiesta lo que realmente esta en juego en las preocupaciones de la mayoría de los países del mundo: el desarrollo industrial, la especulación financiera, la competitividad de los mercados y la acumulación de riquezas en manos de pocos grupos.
Expertos en medio ambiente de todo el mundo denuncian que varios acuerdos ambientales firmados entre países dependen de cláusulas comerciales. Las cláusulas comerciales siempre prevalecen sobre las ambientales y acuerdos en la OMC (Organización Mundial de Comercio) hacen inviables las convenciones multilaterales, como el protocolo de Kioto y el acuerdo sobre la biodiversidad.
La supervivencia humana, en lo que depende de la naturaleza, se encuentra limitada y amenazada por intereses económicos de pequeños grupos y por el ideal de “desarrollo industrial” y “crecimiento económico”. Se puede notar en este aspecto la existencia de una crisis, generada no sólo por la presencia objetiva de un proceso de destrucción de la naturaleza, sino por la imposibilidad total de resolver ese problema a partir de la lógica de desarrollo adoptada por la mayoría de los países del mundo y por el proceso de globalización competitiva y desreglada por lo cual atravesamos. Las posibles soluciones al problema entran en conflicto con la racionalidad dominante y esto genera una contradicción indeleble: o se abandonan las propuestas de solución o se destruye la concepción de mundo predominante, basada en las reglas del mercado. No creo que las potencias mundiales se muestren propensas a la segunda alternativa, pues esa concepción de mundo es la que justifica y sustenta su existencia, una vez que el poder mundial, actualmente, está cristalizado en las megacorporaciones que controlan el mercado y no en los Estados nacionales.
La crisis de la naturaleza no es autógena, sino que está generada por un sistema que no consigue resolverla a partir de sus principios. Y no lo hace porque el eje de su racionalidad, que establece la centralidad y absolutización del mercado, no lo permite.
2.CRISIS DE LAS RELACIONES HUMANAS DE PRODUCCIÓN Y SOCIABILIDAD
Por otra parte, y con efectos inmediatamente más dolorosos, las nuevas relaciones de producción y de sociabilidad han llevado a la humanidad a sentirse amenazada precisamente por estos dos procesos que garantizaron su supervivencia.
La producción, de la cual se obtienen los medios necesarios para la subsistencia humana, ha cedido cada vez más espacio a la especulación, proceso cuyo resultado es la aparición de dinero sobre dinero. Se estima que la cantidad de riqueza real (producto bruto) del mundo gira en torno a US$ 30 billones, mientras la cantidad de dinero existente, en títulos, bonus, aciones y especie, alcanza a la suma de US$ 100 billones aproximadamente (Arruda & Boff, 2000). El dinero, inicialmente un equivalente de la riqueza, adquirió una autonomía tan grande que actualmente es éste – en cuanto que entidad puramente abstracta (en gran parte existente apenas como bits), sin la mediación de la mercancía que es el eje principal y motor de toda organización económica mundial. La economía está dirigida hoy por su aspecto financiero y no por el productivo (aunque este subsista necesariamente).
Substrayendo la producción de mercancías de la fórmula fundamental de la economía, se retira o relega también la producción y el trabajo humano, que son sus componentes. Siendo el trabajo la esencia humanizadora del ser humano y la producción una condición de su existencia, la economía actual es deshumanizada y deshumanizadora y contraria a la existencia humana.
Puede ser que esté ahí, en esa creación de dinero sobre dinero, sin la producción de riquezas, una de las grandes amenazas para el capitalismo mundial, pues la burbuja monetaria especulativa creada tiende a estallar algún día.
Esa nueva configuración de la economía hace que esté organizada de tal forma que para mantenerla tan sólo sea necesario un tercio de la humanidad. La economía pasa a ser privilegio de apenas una parte de la población del planeta, diseminando el temor individual de quien quiera entrar o permanecer en ese proceso.
La pobreza y sus problemas consecuentes, como el hambre, las enfermedades, la violencia, el deterioro del ser humano y la degradación de la sociedad, se extienden progresivamente por el mundo. Todo como consecuencia de un modelo económico desreglamentado, basado exclusivamente en las fuerzas del mercado. Es el capitalismo llevado a su fase más pura y avanzada.
Como consecuencia de estas transformaciones globales en el proceso productivo – en marcha desde que el capitalismo se estableció como sistema dominante mundial – las relaciones de sociabilidad se alteran drásticamente. Ahora, más que nunca, el ser humano se sitúa en una lucha fraticida por la supervivencia, sometiendo todo y cualquier criterio de relación social y humanitaria, en todos sus aspectos, al principio de competición. Visto que una parte de la humanidad “debe” desaparecer por no tener cabida en la economía, cada uno se esfuerza para no formar parte de esa fracción, aunque para mantenerse en el barco naufragante de la civilización global tenga que colaborar en lanzar a algunos de sus convecinos al mar.
También en ese aspecto social, así como en el productivo, hay una inversión. El ser humano sobrevivió a las adversidades de la naturaleza, a pesar de la fragilidad de su organismo, precisamente por tener la capacidad de sociabilizarse y transmitir cada una de sus experiencias a las generaciones posteriores, que las perfeccionaban y creaban sobre lo ya creado. La fase a la que llegó el mundo actual es deudora del hombre de las cavernas y de su capacidad de vivir en grupo. Sin embargo, la relación con el otro, que hizo posible la continuidad de la existencia humana, pasa ahora a ser una amenaza para los seres humanos en su aspecto individual. El ser humano teme, agrede y compite con el otro de su propia especie. La interacción social da lugar a la tensión social (no solo entre clases, sino entre los componentes de una misma clase social).
La emergencia de la crisis, también en estos dos aspectos (social y productivo) se caracteriza no sólo por la existencia objetiva de una situación problemática, sino por el hecho de que el sistema que la genera no consigue resolverla dentro de su propia lógica. Queda claro aquí el agotamiento de la economía subsumida en la racionalidad de mercado en lo que respecta a la manutención de las vidas humanas en la Tierra.
En diversas ocasiones, en conferencias o en estudios realizados, la única alternativa tomada en serio por los representantes de los países industrializados con los problemas mundiales ha sido la reducción de la población. Es aquella historia: si el barco está hundiéndose, líbrese de los pesos (aunque sea el peso de vidas humanas) para salvar una parte de la tripulación. El capitalismo neoliberal es incapaz siquiera de admitir la posibilidad de remendar el barco.
El crecimiento de la violencia y de la criminalidad, en sus diversos aspectos, viene revelando la desesperación de una civilización que está siendo lanzada a un proceso autofágico de mantenimiento de su supervivencia. El ser humano destruye al otro para vivir; mata, saquea, expulsa, secuestra, tortura y roba. Por parte del Estado la respuesta ha sido el aumento de las prisiones y del aparato represivo. Las poblaciones más pobres y sus organizaciones sociales son tratadas, en su totalidad, como criminales y amenazadoras.
Seres de la misma especie temen cruzarse por las calles y se recluyen en sus casas o se refugian en islas de seguridad, cada vez más escasas e inaccesibles a grandes parcelas de la población. No existen ejemplos de ninguna política estructural de seguridad pública que haya dado resultados frente al crecimiento vertiginoso de la miseria y del desempleo y ni siquiera es posible esbozar propuestas que no toquen la raíz productora del problema. Por la lógica dominante, apenas se construirán prisiones indefinidamente, se ampliarán las penas y se reforzará el aparato represivo para resolver un problema que es social y económico.
En el aspecto productivo, más concretamente en lo que respecta al trabajo y al empleo, el capitalismo también da muestras de que es incapaz de resolver sus problemas dentro de su racionalidad. Los defensores del mercado perfecto apuntan como solución al desempleo una (mayor) desregulación del mercado y la “flexibilización” de las relaciones laborales (léase, reducción del valor de la mano de obra y de los derechos laborales para adaptarlos a la ley de la oferta y la demanda). Un caso paradójico: el empobrecimiento de los trabajadores se muestra como solución al problema de desempleo, que ha hecho más pobres a los trabajadores...
Aunque propuestas concretas para reducir al problema del desempleo sean presentadas en diversas ocasiones, siempre se alega que “las empresas”, “los empresarios”, “los costes”, “la competencia”, etc., impiden que medidas que podrían salvar a la humanidad sean puestas en práctica. Para la racionalidad del mercado, queda apenas una única salida para que la humanidad no sucumba: ¡menos gente en el planeta! Los que saben que están al comienzo de la fila de esa reducción poblacional o aquellos que defienden una vida digna para todos deben empezar a preocuparse en pensar sobre esas crisis de una manera más audaz y menos “dentro del orden”, más histórica y menos inmediata, en fin, más filosófica y menos técnica.
Se lanza aquí una llamada a la filosofía. ¿Para qué? Para que esta, en su milenaria contribución a la humanidad, deje de ser una actividad de círculos eruditos y esotéricos y sirva para interpretar y transformar el mundo, para que su patrimonio histórico de ideas no sea apenas un juguete en manos de malabaristas de conceptos o un instrumento de rebuscamiento de la retórica para aquellos cuya única meta es admirar a la audiencia.
3. PENSANDO SOBRE LAS CRISIS
Hay una tendencia en el pensamiento actual que postula que nuestra realidad es totalmente carente de una unidad de sentido que pueda ser captada por alguna reflexión. Los que defienden que vivimos en un mundo “pos-moderno” se inclinan por decir que la velocísima transformación de la sociedad contemporánea es aleatoria, dispersa y desprovista de sentido o dirección bien definida.
Ese vacío racional y ontológico basal permite que las crisis antes citadas sean vistas como manifestaciones de una supuesta perversión “natural” del ser humano; como fruto del avance descontrolado de la ciencia y de la tecnología; o como trompetas del Apocalipsis. En cualquiera de esas visiones, las crisis no tienen carácter contingente ni históricamente determinado, sino que son manifestaciones de “la humanidad en su esencia”.
Sin embargo, considerándolas más a fondo, vemos que lo que esas visiones hacen es absolutizar una determinada relación del ser humano con la naturaleza y con el otro, fruto de la hegemonía de una civilización que ascendió hacia la dirección espiritual del mundo hace poco más de doscientos años, con la Revolución Francesa. Esas relaciones, una vez reificadas e hipostasiadas,(NOTA 2) pierden su viva dependencia de la acción subjetiva del ser humano en el mundo y se presentan como principios inexorables de la existencia humana. De ahí el pesimismo y la apatía que ha caracterizado el comportamiento de la población en estas últimas dos décadas, principalmente en la juventud.
La burguesía, durante sus siglos de existencia como una casta dentro del feudalismo o como clase dominante en el capitalismo, construyó (a partir de su praxis) una racionalidad fundamentadora de su presencia y acción en el mundo, a partir de la cual se erigieron determinadas formas de pensar la realidad, de teorizar sobre ella y de relacionarse concretamente con la naturaleza y con el otro. Al determinar un nuevo proceso civilizatorio, esta clase social pasó a dirigir el mundo no sólo bajo los aspectos económico, social y político, sino también, y fundamentalmente, espiritual y cultural. Con el nuevo modo de producción (el capitalismo) se asentó también una nueva ciencia, una nueva filosofía, una nueva ética, una nueva ontología y nuevos ejes que mediarían el contacto del ser humano con la naturaleza y con los demás seres humanos.
Esa racionalidad fundamentadora tuvo diferentes formas de concretizarse en el mundo, manteniendo, con todo, su eje fundamental y los principios resultantes de este. Las diferentes etapas por las que atravesó el mundo occidental desde la Revolución Francesa tienen, de hecho, innumerables peculiaridades y deben ser entendidas correctamente en esa diversidad para que no se pierda la historicidad y la concreción del mundo. Con todo, no se puede dejar escapar el hecho de que todas ellas fueron guiadas y justificadas por los mismos principios racionales de la civilización burguesa, lo que da coherencia interna y unidad a fenómenos aparentemente tan distintos como los que presenciamos hoy y los que estudiamos en la historia moderna.
El eje central de la racionalidad burguesa, que es el principio determinante de las relaciones entre los seres humanos y entre estos y la naturaleza, es el trueque. Todo debe ser subsumido a ese eje fundamental. Con todo, el tipo de intercambio que funciona como eje de esa racionalidad no es un intercambio solidario y complementario – como puede hacer parecer el discurso liberal y la interpretación ingenua del capitalismo – sino un intercambio interesado e individualista, cuyo fin no es la satisfacción de los dos polos implicados, sino la obtención de ventajas para uno de los dos lados. Llamaré a ese principio trueque competitivo.
El trueque competitivo concedió otro sentido a las relaciones de intercambio, que poseían, anteriormente, la característica de complementación, convirtiéndolas en una fuente de acumulación de riqueza. El mercado pasó a ser el concepto que designa las relaciones fundamentadas en el trueque competitivo mediadas por el dinero, y es bajo su prisma donde deben ser considerados el desarrollo de la sociedad capitalista y el establecimiento de nuevas relaciones entre los seres humanos. Estos pasan a ser vistos como individuos aislados que, lanzados a la convivencia social, median su contacto con el mundo (humano y natural) por la relación del trueque competitivo.
El establecimiento de ese principio se dio por una praxis concreta de mantenimiento de la existencia del ser humano burgués, pues, inicialmente, tenía en el mercantilismo la fuente de su supervivencia, como individuo y como casta. Si de ello dependía su existencia, es posible decir que el ser del ser humano burgués se sustentaba por dicha práctica. Sin ella, el burgués moriría (se convertiría en no-ser). De ahí la conclusión de que la práctica mercantil formaba la esencia de la burguesía. No es difícil, por tanto, entender por qué la lógica interna de la práctica mercantilista se convirtió en un principio axial de la racionalidad burguesa que se extendería a la totalidad de su relación con el mundo externo, pues esta no era nada más que la manifestación de su esencia.
En torno al eje fundamental del trueque competitivo, se erigió la racionalidad hoy hegemónica, haciendo que todos los fenómenos del mundo cotidiano sean comprendidos, en su esencia, como componentes de una estructura lógica mercantilista. El trueque competitivo (que fundamenta el mercado) dejó de ser resultado de las relaciones entre personas para ser un principio nomológico, con el mismo estatus de la gravitación en la física newtoniana. No es posible pensar nada fuera de ese referente fundamental.
La ciencia y la tecnología contemporáneas (o el uso que de estas se hace) también fueron subsumidas a ese principio racional fundamentador, y por eso aparecen como actividades que conducen hacia la explotación destructiva de la naturaleza y a la deshumanización del ser humano.
En cuanto enraizadas también en esa base fundamental, la economía, la sociología, la ciencia política y los demás saberes dedicados a la comprensión de las relaciones humanas y la elaboración de propuestas en sus respectivas áreas no consiguen romper los límites que demarcan la racionalidad de mercado y sólo son capaces de elaborar modificaciones internas, dentro del orden, visando al aumento de la eficacia del sistema o a su desarrollo “no-salvaje”. En momentos en los que la crisis atinge a la propia racionalidad, esos saberes quedan sin perspectivas para proponer alternativas para la humanidad y terminan apenas manifestándose respecto a circunstancias locales y elaborando proyectos paliativos que tan sólo minimizan los efectos funestos del actual desarrollo del mercado mundial. Para poder retomar su capacidad de comprender y de elaborar soluciones para los problemas propuestos, las llamadas “ciencias humanas” necesitan fundarse en otra racionalidad – lo que ya viene ocurriendo, de forma latente, en el trabajo de muchos intelectuales.
El trueque competitivo tiene como meta final la ganancia. Es el retorno el que define ese tipo de intercambio. No hay relación de complementariedad, como el término “trueque” puede sugerir, sino de pura adquisición. Aunque de mi salga algo para que el trueque se concrete, esa actitud no es de donación, sino una mediación para la obtención de aquello por lo cual estoy interesado. El dar en este caso, aparece apenas como un “mal necesario”. El dar sin retorno es una actitud impensable y paradójica en el ámbito de la racionalidad burguesa, por ello tan extraña e incomprendida en las relaciones humanas actuales. El verdadero fin del trueque competitivo es lo que recibiré. Si ese fin puede ser obtenido con una menor mediación, o incluso sin ella, tanto mejor. Optimizar una relación de trueque competitivo es volver cada vez mayor el ingreso y cada vez menor el gasto. El discurso legitimador de la implantación de las medidas neoliberales a través del globo y de la reorganización de la producción y del mundo del trabajo está totalmente impregnado por ese ideal de optimización.
De esa dinámica surge un determinado tipo de relación social en la que, por un lado, se busca la acumulación y la retención máxima de aquello que está en mi poder y la obtención del retorno máximo en cualquier empresa. El retorno, en una relación de trueque competitivo, procede siempre del otro polo de esa relación; o sea, lo que gano es lo que sale del otro. Situando ese intercambio como principio fundador de las relaciones humanas, se establece, automáticamente, la concentración de riquezas y la explotación. La pobreza y la mala distribución de los bienes no son distorsiones en el sistema, sino síntomas del pleno establecimiento de esa racionalidad.
La relación de explotación es resultado de la hipostasia del mercado, es decir, del hecho de que un tipo determinado de relación humana se ha convertido en un principio absoluto, autónomo y con existencia propia (es lo que significa “hipostasiar”). De hecho, la categoría de “trueque” (fundamento del mercado) procede de una relación dada entre los seres humanos y depende de ella para tener sentido (tanto lógico como ontológico); pero la racionalidad burguesa la sitúa como “causa primera” y “motor inmóvil” de las relaciones humanas. La explotación ocurre porque las acciones guiadas por la racionalidad del mercado hipostasiado tienen, al principio y al final, la meta de sacar (explotar) todo lo que sea posible del otro polo con el que se relacionan, ya sea este un ser humano o la naturaleza. La racionalidad burguesa, que tiene en el liberalismo, y con más fuerza en el neoliberalismo, su expresión teórica, trae en su esencia una progresiva dinámica de explotación. Progresiva por tender a la optimización de los resultados de sus relaciones, que puede observarse tanto en las relaciones entre corporaciones empresariales y trabajadores como en las relaciones entre los países del mundo.
Por ser el trueque competitivo el eje fundamental de la racionalidad dominante, todos los demás principios que balizan ¿marcan? la acción del ser humano en el mundo y su interpretación de la realidad son determinados por ella.
La ética burguesa es la ética del mercado. Todo lo que sirve para la optimización del intercambio es bueno y justo, por tanto virtuoso. Todo lo que atenta contra la libre competición interesada es malo e injusto y debe ser combatido por ser un vicio. Privatizar una empresa incluso a sabiendas de que puede provocar despidos en masa es éticamente correcto, pues la vida de los trabajadores ocupa una escala axiológica inferior a la de la lucratividad ¿del lucro? Ocupar millones de hectáreas de tierra con ganado o dejarla vacía apenas como bien inmueble (ítem de intercambio en potencia), mientras que familias enteras mueren por falta de suelo donde plantar es éticamente correcto (bueno y justo, y por ello, legal). Ocupar tierras improductivas privadas para plantar y garantizar la supervivencia de miles de familias es éticamente condenable (malo, injusto y terminantemente ilegal) y por ello deben ser combatidos y satanizados todos los movimientos que persigan ese objetivo.
La ontología burguesa es la que atribuye esencia (esse = ser; o sea, considera como ser) sólo a aquel que posee. Quien no tiene nada es un no-ser. Obviamente, sólo puede pertenecer al ámbito de una relación de intercambio quien tiene algo que intercambiar, aunque ese algo sea tan sólo su fuerza de trabajo. Quien no posea algo para intercambiar no tiene el mínimo derecho de beneficiarse con nada, pues simplemente no existe en el horizonte del trueque competitivo. El único espacio ontológicamente reconocido es el de la posesión, así como para los griegos antiguos era el de la pertenencia a Grecia, el de la masculinidad y el del estatus de hombre libre. Por ello, las inversiones enfocadas hacia los excluidos son consideradas gastos innecesarios que pueden ser suprimidos, al mismo tiempo que se niegan derechos básicos a quienes no pueden pagar por ellos, pues la muerte de quien no es no es muerte, sino la realización plena de su condición de no ser. La presencia angustiosa de ese no-ser es realmente incómoda (por tanto paradójica) para nuestros sentidos, en las calles, en las barriadas, en las ventanillas de los coches, en los reportajes especiales, etc. Ninguna manifestación o fenómeno del mundo humano, o incluso de la naturaleza, son considerados seres si de ellos no se puede obtener algo que pueda ser intercambiado.
El humanismo burgués reduce al ser humano a los principios de su capacidad de productividad y de inserción en el mercado. Numerosos informes sobre los derechos humanos divulgados por algunos organismos internacionales se refieren a la violación de los derechos humanos como un obstáculo para la capacidad productiva de los individuos afectados. Se dice que una mujer víctima de violencia produce menos que una que no la sufre; que condiciones insalubres e inhumanas de trabajo hacen caer la productividad, etc., como si ese fuese el único argumento capaz de convencer a las empresas y estados sobre la necesidad de respetar los derechos del ser humano. La inclusión de los negros, discapacitados, viejos y niños y su reconocimiento como ciudadanos sólo acontece cuando se descubre en ellos un “nicho de mercado” y pasan a valer no por lo que son, sino por su capacidad de consumo.
Por todo ello, cuando nos falta otra racionalidad, contemplamos el mundo bajo el prisma de la racionalidad burguesa – que moldea los fenómenos de acuerdo con su eje central y con los principios resultantes de esta – y nuestra acción cotidiana acaba reproduciendo todas las relaciones originarias en ella. Así se piensa el mundo, así se desarrollan las ciencias, se aplica la tecnología, se elaboran políticas públicas, se imponen planes económicos. De este modo se relacionan hombres y mujeres entre sí. Y así, precisamente así, se va destruyendo toda la humanidad.
La predominancia de esta racionalidad tiene efectos perceptibles en las relaciones entre los seres humanos y entre estos y la Naturaleza.
1) Entre los seres humanos, los efectos de esa racionalidad crean un clima de tensión constante. La tensión es una característica predominante en la sociedad capitalista. Esta acontece puesto que el intercambio precisa siempre de dos polos para llevarse a cabo. En un intercambio complementario, cuyo objetivo es suplir aquello que falta en cada polo a partir de lo que sobra en el otro (dentro de una perspectiva de cooperación), no existe tensión, ya que los dos polos convergen hacia un mismo objetivo. Sin embargo, en el trueque competitivo, en el que la meta es la obtención del máximo de ventajas y la retención del logro obtenido, los dos polos divergen en sus objetivos, pues el de cada uno apunta hacia el suyo propio. El otro polo del trueque competitivo (aquel que se quiere explotar y del que se desea obtener ventajas) es también inmediatamente sujeto y, como tal, también querrá beneficiarse del intercambio. De esa tensión resultan los innumerables conflictos sociales existentes. Esos conflictos suceden en el interior mismo de las clases sociales, lo que explica en parte tanto el descontrol del mercado financiero, la quiebra de competidores, etc., como la violencia que se propaga entre las clases subordinadas de diversos países.
Esa tensión, sin embargo, toma dimensiones más dramáticas cuando las clases subordinadas, sintiendo la miseria hacia la cual son lanzadas progresivamente y percibiendo una completa desventaja en esa relación de trueque predominante (ya sea porque intercambian su fuerza de trabajo por valores mucho menores que lo necesario, o porque no poseen nada para trocar), salen en busca de la compensación. En ese caso la tensión latente se materializa en conflictos sociales de mayores proporciones.
La inseguridad social, el aumento de la violencia, la difusión del crimen, la desvalorización de la vida humana y el terror son hoy fenómenos que forman parte de la sociedad mundial de forma tan intrínseca que parecen ser una característica “natural” de la sociedad moderna. Sin embargo, es la búsqueda desordenada por la supervivencia negada, orientada por una ética individualizante y competitiva, la que lleva al ser humano a dar rienda suelta a un instinto de defensa presente en los animales, que tiende hacia el ataque violento. La convivencia pacífica entre animales hambrientos de una misma especie (incluso entre los más dóciles) termina cuando tienen que disputar el poco de comida que les fue arrojada. Llevada a disputar lo poco que sobra de la acumulación desmedida registrada en el mundo globalizado, la población se vuelve contra sí misma en una tentativa irracional y violenta de supervivencia.
Nuevos modelos concretos de producción y de sociabilidad sólo se sustentan si se fundamentan en una acción organizada y basada en otra racionalidad que les de sentido y coherencia. Una reacción de las poblaciones más pobres que puede venir a amenazar la hegemonía de la cosmovisión liberal y, por tanto, la perpetuación del capitalismo, es la que traiga consigo, además de los conflictos concretos manifestados en la lucha social, la afirmación de una nueva racionalidad, fundamentada en otros ejes de relaciones humanas que no los principios resultantes del trueque competitivo. Esa reacción no se da sólo en el campo de la lucha política, social y económica, sino también, y complementariamente, en el plano racional, intelectual, teórico, científico, ético, axiológico, relacional, cultural, etc. Por tanto, el aspecto racional-subjetivo de la acción social es lo que concede plenitud a una práctica histórica revolucionaria.
La tensión social no es un fallo del sistema que pueda ser corregido por modificaciones puntuales resultantes de proyectos locales en el interior de la racionalidad burguesa. La tensión es una consecuencia lógica de esa racionalidad y su eliminación (al menos en el aspecto social) sólo puede darse a partir de su substitución por otra. Por ello, la única alternativa realmente tomada en serio actualmente por las clases dirigentes ha sido la eliminación de la parte reactiva del polo más débil involucrado en el trueque competitivo, a través de la violencia institucional, del encarcelamiento de los sectores marginados, del refuerzo de las medidas de represión, de la “brutalización” de los pobres y de la criminalización de sus movimientos sociales.
Frente a la tensión esencial que el principio del trueque competitivo establece en la relación entre los seres humanos y a la amenaza constante de que se vuelva contra los principios fundamentales de la racionalidad de mercado, las clases dominantes echan mano de diversos medios para estar en ventaja en esa disputa y para que la explotación se perpetúe. Por un lado, se crea la ilusión de la obtención de ventajas por medio de diversas concesiones para las clases dominadas, homeopáticamente dosificadas, de forma que aquello que les es de derecho pase a ser interpretado y celebrado como beneficio. El usufructo de algún recurso (como el agua, la energía, las telecomunicaciones, etc.), la atención de la salud, el transporte, la vivienda, las pensiones, el direccionamiento de recursos públicos, etc. Pasan a ser manipulados como componentes del intercambio y no como derechos inalienables de todo ciudadano. De otro lado, se establece una amenaza (tácita y/o explícita) de violencia contra todos aquellos que quisieren huir de las reglas del trueque establecidas por las clases dominantes, echando mano, para ello, tanto del aparato jurídico y represivo del Estado y de la fuerza de la ley como de la propia violencia no institucionalizada, o sea, la de grupos paramilitares, escuadrones de la muerte y asesinos a sueldo, la de los sótanos de las comisarías y de la practica de los agentes, de los linchamientos, etc.
Con todo, el más eficaz de los mecanismos empleados para optimizar la relación de trueque y para no tener que enfrentarse de igual a igual a las clases subordinadas es la opresión.(NOTA 3) El otro, sofocado por artificios que le hurtan la capacidad de negociar, de pensar, de construir una cosmovisión alternativa e incluso de tener algo que poder usar como mediación estratégica en el trueque, está destinado a salir siempre en desventaja. Un pueblo oprimido es siempre más explotado. La falta de acceso a la educación, la ausencia de estímulo para la formación de una conciencia crítica, la importación de la cultura y la sobreexposición a la cultura de masas industrializada, la desvalorización del arte y de las expresiones culturales autóctonas, la imitación de modelos teóricos europeos y estadounidenses, el empobrecimiento extremo, etc. son todos medios para el ejercicio de la opresión y cumplen un papel bien determinado en el mantenimiento de la racionalidad dominante. No me parece correcto dar a esos problemas la mera característica de decadencia moral, intelectual o cultural de una sociedad o tratarlos como si fuesen resultado de la falta de “voluntad política” de los gobernantes, pues se insertan en una lógica coherente que les da una significación más profunda.
En un mundo en el que la lucha contra las dictaduras y la tiranía matizó, de cierta manera, la conciencia de la sociedad civil mundial, el recurso de la opresión es la forma más eficiente de mantener apartados los riesgos de un conflicto que pueda amenazar la perpetuación de la racionalidad de mercado. El uso de la fuerza y de la represión puede tener consecuencias ambiguas y es rápidamente repudiado por organizaciones mundiales, mientras la opresión torna posible incluso la atribución del fracaso individual a si mismo y no a ninguna regla “leonina” establecida por los ganadores del juego. Es común, por ejemplo, ver a los desempleados atribuyendo la causa del desempleo a la falta de estudios o de cualificación profesional, o a alguna desventura impuesta por el destino o por Dios.
Por ello, la ofensiva ideológica que intenta establecer la dictadura del pensamiento único y sofocar cualquier intento de pensamiento a partir de los explotados, ha tomado posesión de espacios que van desde el ambiente académico hasta el mundo del entretenimiento, pasando (como no podría ser de otro modo) por el universo religioso. Ciertamente, no es casualidad que muchos intelectuales no se cansen de repetir que ideas como “lucha social”, “sindicalismo”, “revolución”, “cultura nacional”, “socialismo”, “soberanía nacional” son ideas ultrapasadas, pertenecientes a un tiempo que cambió con la globalización. Los defensores de esas “ideas fosilizadas”, según dicen, son personas anacrónicas, pues continúan aferradas a ideas que no se sustentan en el mundo “pos-moderno”. Sin embargo, es más probable que esos intelectuales que piensan de ese modo hayan sido acometidos por una especie de “síndrome de anacronismo futuro”, pues perdieron la coherencia con su tiempo no por fijarse en ideas anticuadas, sino por sustentar su discurso en ideas que están más allá de lo que es posible constatar en el mundo presente (me refiero a la realidad del Tercer Mundo).
Decir que la “lucha sindical” es algo ultrapasado en Latinoamérica, que tiene países con los menores índices salariales del mundo; decir que la disputa social dislocó su eje hacia “nuevos derechos” cuando millones de personas sufren hambre, mueren de enfermedades fácilmente tratables, no tienen pan sobre sus mesas, no poseen una instrucción básica y no tienen acceso al agua potable; atribuir un papel exclusivamente “propositivo” a los movimientos sociales, cuando los gobiernos reducen progresiva y drásticamente los recursos de las áreas sociales y subvencionan a banqueros, especuladores y multinacionales con recursos públicos; transferir la lucha social apenas hacia el campo discursivo y simbólico, mientras agricultores sin tierra derraman sangre en conflictos con policías y grupos paramilitares; todo ello es síntoma de “anacronismo futuro”, manifestado en pomposos discursos de muchos filósofos, antropólogos, politólogos, sociólogos y derivados, aunque vivan en el Tercer Mundo. Lo que se esconde tras esa pompa de muchos intelectuales es un pensamiento oprimido, incapaz de pensar a partir de su mundo y de sus problemas concretos.
2) Esa tensión existente en la relación de los seres humanos entre sí no se muestra, de inmediato, en la relación entre el ser humano y la naturaleza. En este caso, la explotación es aparentemente unilateral, una vez que la naturaleza no aparece inmediatamente como sujeto en el intercambio y, por tanto, no crea tensión en la relación. En la racionalidad burguesa la naturaleza es apenas objeto de dominio y extracción de riquezas para el ser humano. Esa relación fue siendo construida por la praxis de la producción burguesa, cuyo fulcro era la transformación de los objetos naturales en productos-mercancías. Cuanto más se pudiese extraer de la naturaleza, mayor sería la acumulación resultante. Esa relación de rapiña se exacerbó con el éxito de los conocimientos científicos de los siglos XVII y XVIII, aplicados en la Revolución Industrial, y tienen su mayor expresión teórica en el pensamiento de Francis Bacon, que elaboró para la ciencia una teleología y una pragmática. La naturaleza pasó a ser vista como fuente de riquezas y de beneficios para el hombre, desde que bien comprendida por la ciencia (preferentemente bajo tortura, según Bacon) y transformada por la tecnología.
La consecuencia de esa forma de relacionarse con la naturaleza es la explotación irracional de los recursos naturales y su consecuente agotamiento. La mediación de “dar”, en este caso, es dispensable, ya que ninguna tensión visible se establece cuando el ser humano busca obtener ventajas de la naturaleza. O sea, la naturaleza no pide (en el acto) nada como intercambio de sus recursos y hace posible la optimización del trueque competitivo con el 100% de ventaja para uno de los polos. Es sólo cuando el ser humano siente amenazada su supervivencia en función de la explotación de la naturaleza cuando percibe, en su dependencia de los recursos naturales, que la naturaleza es también sujeto en una relación de intercambio. Pero la racionalidad hegemónica fundada en el trueque competitivo no comporta ningún tipo de relación diferenciada con la naturaleza, por más que intenten hacerlo a partir de conferencias mundiales. La lógica del mercado es demasiado inmediatista para hacer pronósticos a largo plazo (o sea, cuyo tiempo sobrepase una generación) y continúa sin percibir que la naturaleza es también un polo activo en el intercambio. Por ello no ha sido posible construir relaciones diferentes con el ecosistema, pues no se intenta modificar el principio fundamentador de esas relaciones.
La percepción de la catástrofe ecológica hace que las nuevas generaciones se encuentren bombardeadas con una educación que procura ser ecológicamente correcta y desarrollar en los niños un sentido de respeto hacia la naturaleza. El ciudadano se ve sometido a una serie de campañas que apelan genéricamente a la conservación de la naturaleza, como si de su práctica y costumbres individuales y cotidianas (y solamente de estas) dependiese la renovación de los recursos naturales, el mantenimiento de la biodiversidad, la potabilidad de las aguas y la respirabilidad del aire. Pero, como la educación y la cultura siguen estando fundamentadas en los ejes determinantes de la racionalidad burguesa, cuando los niños se vuelvan adultos y se vean obligados a gestionar la sociedad de mercado, en diversas de sus instancias e instituciones, y se sientan impelidos por sus reglas, su aprendizaje será sólo un romanticismo pueril y los principios aprendidos serán totalmente relegados y suplantados por las exigencias del trueque competitivo. Si la educación se enfocase hacia la destrucción de la estructura racional dominante, que orienta la acción del ser humano en la naturaleza, la conciencia ecológica sería una consecuencia casi automática. Es por no destruir ni crear nuevas bases para la interpretación de la realidad, por lo que las campañas en defensa del agua, de la biodiversidad, del aire puro, etc., se limitan a ser como una especie de suspiro melancólico por algo de lo que ya se tiene la certeza de que se ha perdido. Deleite para los publicitarios, limpieza de conciencia para gobiernos y empresas y una novela más para que los ciudadanos se conmuevan.
Otro principio que resulta del eje central de la racionalidad burguesa es el individualismo, que se impone como concepto balizador de la comprensión y de la acción en la sociedad. Si la meta del ser humano es competir con el otro, obtener ventajas y retener ganancias, no hay espacio para una visión de integración entre personas, quedando tan sólo el individuo como principio último de la estructura social.
La moral resultante del principio de individualismo se expresa en la famosa máxima moral, bastante popularizada, que individualiza el derecho y otorga un carácter de tensión a las relaciones sociales: “su derecho termina donde comienza el mío”. En esa máxima, el límite del derecho individual es la presencia de otro individuo (en el singular) y no la convivencia social. En una sociedad abisalmente estratificada y fundamentada en la propiedad privada, ese aforismo se concretiza en afirmaciones (y acciones consecuentes) que podrían ser tipificadas así: “su derecho de tener tierra y plantar termina donde comienza mi derecho de acumular privadamente grandes latifundios, aunque sean improductivos”; o “su derecho de tener empleo termina donde comienza mi derecho de reorganizar la producción en mi fábrica”; o “su derecho de saciar su hambre termina donde comienza mi derecho de concentrar, derrochar y desperdiciar alimentos”; “su derecho a un salario digno termina donde comienza mi derecho de ampliar mis lucros estratosféricamente”, etc. (Nótese que en la segunda parte de esas sentencias no hay ninguna actividad ilegal o moralmente condenable desde el punto de vista del mercado).
Según Hayek, el principal elaborador del neoliberalismo, cualquier intento de planificación de la economía y de la vida social (ya sea por el Estado o por el conjunto de la sociedad) que rechace el individualismo fundamental de las ideas liberales es perverso en esencia, pues es
(…) imposible a cualquier intelecto abarcar la infinita gama de diferentes necesidades de diferentes individuos que compiten entre si por la posesión de los recursos disponibles (…). (Cursiva mía)
De ahí la conclusión de que
Se debe permitir al individuo, dentro de ciertos límites, seguir sus propios valores y preferencias en vez de los de otros; y que, en este contexto, el sistema de objetivos del individuo debe ser soberano, no estando sujeto a los dictámenes ajenos. Es ese reconocimiento del individuo como juez supremo de los propios objetivos, es la convicción de que sus ideas deberían gobernar tanto como sea posible su conducta, lo que constituye la esencia de la visión individualista. (Hayek, 1990, p. 76)
Nótese aquí, por las afirmaciones de Hayek, que el establecimiento del individualismo como principio es una consecuencia de la concepción de que la sociedad es un conjunto de “individuos que compiten entre sí por la posesión de los bienes disponibles”. Por tanto, no es un principio axiomático o autoevidente, sino originario del eje central de la racionalidad burguesa. Eso significa que toda la doctrina individualista y el conjunto de sus aplicaciones concretas se desmoronan cuando se establece otro eje fundamentador de una racionalidad. Pero la idea de que la humanidad es un conjunto de individuos en competición no se sustenta si consideramos el ser humano en toda su historia.
La aparente cientificidad u obviedad de la afirmación del individuo como principio basal y único de la sociedad se debe a la aplicación del método científico cartesiano a la realidad social. En los orígenes del liberalismo, el filósofo inglés John Locke (1632-1704) fundamentó toda su concepción política y social en la consideración del individuo como constituyente último y elemental de la sociedad. Aplicando el método analítico de Descartes (entronizado por la ciencia moderna), en el cual, para que se comprenda alguna cosa debería separarse en sus partes menores constituyentes, Locke llega a la unidad básica de la sociedad, el individuo, y a partir de ahí construye su teoría política.
La autoregulación de la sociedad por las leyes de mercado y la afirmación del individualismo pasaron a funcionar como leyes naturales, como las que rigen el movimiento de los cuerpos sobre la Tierra o la órbita de los planetas en el sistema solar. Intentaron transferir a la teoría social el éxito que la física había obtenido en explicar y controlar la realidad natural. A partir de ahí, cualquier teoría que intentase negar esos principios fue tratada como un error científico, pues no se puede negar una “ley de la naturaleza”.
El equívoco de la concepción individualista es trabajar con una abstracción indeterminada (el individuo tout court) y situarla como principio basal de la vida humana. De hecho, si fuéramos a analizar qué es un individuo humano, este no se caracteriza tan sólo por su estructura biológica o por pertenecer a una determinada especie animal. En la esencia de lo que se considera humano está el lenguaje, el trabajo, las costumbres, la cultura, etc., y esto sólo se adquiere en la vida en sociedad. Aislado del medio social el ser humano no se humaniza. Por tanto, un conjunto de individuos “no humanizados” no forma una sociedad. Las niñas Amala y Kamala que fueron encontradas en la India, en 1920, criadas por familias de lobos, no presentaban ninguna característica humana como el bipedalismo, los hábitos alimenticios, el lenguaje, emociones como el llanto o la risa o alguna forma de cultura y trabajo consciente. Exceptuando su constitución genética, en todo lo demás eran semejantes a los lobos. Un grupo de niñas-lobo no forma, inmediatamente, una sociedad humana. Por consiguiente, la sociabilidad se impone, por un criterio lógico, como anterior y determinante del individuo humano, aunque históricamente no se pueda tener tampoco una sociedad sin individuos. En ese sentido, es un error considerar al ser humano al margen de su relación con la naturaleza y con otro ser humano.
Es la visión individualista de la sociedad la que fundamenta la aparente incontrolabilidad de la economía y la convincente ilusión de que el mercado financiero y las bolsas de valores son una especie de monstruo de Frankenstein, cuyo control escapó de las manos de cualquier otra institución humana y que se desarrolla de “motu propio”. Esa concepción nos lleva a aceptar que las crisis mundiales (principalmente las financieras) están por encima de la voluntad de los gobiernos o de cualquier control humano. Pues comprendiendo, como Hayek y los neoliberales, al conjunto de la sociedad mundial como una suma de individuos en competición, no existe la posibilidad para una de esas partes en disputa, o una institución “de fuera” (como el Estado) de intentar concentrar todo el conocimiento necesario para tener el mercado o la sociedad bajo su batuta. Nos queda sólo, bajo esa óptica, conmemorar o lamentar el destino que el mercado nos reservó. Éxito y fracaso son ambos una mezcla de suerte y competencia individual. Veamos lo que dice el propio Hayek:
Se bien que la competencia y la justicia poco tienen en común, ambas son dignas de elogio justamente por no admitir discriminación entre las personas. La imposibilidad de prever quién tendrá éxito y quién fracasará, el hecho de que las recompensas y pérdidas no serán distribuidas según un determinado concepto de mérito y demérito, dependiendo primero de la capacidad y de la suerte de cada uno – eso es tan importante cuanto no seremos capaces de prever, en la elaboración de las leyes, quien saldrá ganando o perdiendo en particular con su aplicación. Y la circunstancia de que, en el régimen de la competencia, el destino de las diferentes personas sea determinado no sólo por la habilidad y la capacidad de prever, sino también por el azar y la suerte no torna eso menos verdadero (Hayek, 1990, p. 109)
“La imposibilidad de prever quién tendrá éxito y quién fracasará…” Pensemos sólo en un ejemplo: póngase al heredero del mega-especulador George Soros y a una criatura hambrienta y cadavérica de Somalia para disputar la aplicación de recursos en el mercado financiero a partir de la posesión individual de cada uno. ¿Es imposible prever quién tendrá éxito y quién fracasará?… Para los neoliberales, es la ausencia de cualquier intervención de fuera en esa disputa la que garantizará la justicia en la competencia entre los dos. Una intervención a favor de la criatura somalí sería una perturbación del orden natural de selección y competitividad y, como tal, debe ser rechazada.
El principio del individualismo, como consecuencia del eje del trueque competitivo, fue, por tanto, construido en función de una praxis determinada (vale repetir, la praxis que posibilitó la existencia de la burguesía) y extendido a toda la humanidad como precepto inexorable y constituyente de la esencia de cualquier forma de relación social. Por ello, así como fue forjado por una civilización específica, puede ser destruido y sustituido por otro que venga a caracterizar una nueva civilización.
Fue construyendo, concretizando y alimentando la racionalidad del trueque competitivo como las camadas hegemónicas de la sociedad mundial consiguieron sustentar el capitalismo, haciéndolo reproducirse no sólo en el plano objetivo, sino también, y fundamentalmente, en el plano de la subjetividad humana. Con todo, las relaciones humanas balizadas por esa racionalidad condujeron al planeta al borde de la destrucción, como manifiestan las crisis mencionadas anteriormente. Ninguna alternativa es viable sin una transformación radical de ese fondo racional bajo el cual el ser humano se relaciona con el exterior. Las “campañas de concienciación” en cuanto a la criminalidad y la violencia, la estimulación de un “espíritu caritativo” y (pseudo) solidario con los excluidos, la creación de una “sensibilidad ecológica” (como si sólo incumbiese al individuo la responsabilidad de la salvación de la naturaleza) e incluso las reorganizaciones de la economía que ocasionalmente son propuestas o ensayadas aquí y allá por partidos que se autodenominan de “centro-izquierda” se vuelven inocuas si no hay un cambio de racionalidad.
Las crisis que ahora se presentan a la humanidad colocan a la racionalidad burguesa en una encrucijada: o se destruye o destruye al ser humano. Lo que el mundo vive hoy en día es el comienzo del fin de una civilización, la que fue fruto de la hegemonía de la burguesía. Concebido históricamente, el declive de una civilización no es un hecho inédito. La particularidad de nuestro tiempo es que el colapso de esta civilización puede arrastrar consigo a toda la humanidad, pues, por primera vez en la historia, el ser humano puede destruir el planeta entero. La única alternativa es el establecimiento de una nueva civilización fundamentada en otros principios, resultantes de otra forma de producción de la existencia humana, que balizará nuestra relación con la naturaleza y con el otro.
El ejemplo de la historia de la humanidad nos lleva a la conclusión de que la destrucción definitiva de una racionalidad sólo se realiza con la afirmación de otra. Mientras eso no ocurre, o sea, en los intersticios entre el declive de una civilización y el establecimiento de otra, el irracionalismo – que siempre se manifiesta, aunque de forma no preponderante, incluso en los momentos de apogeo de una racionalidad – ocupa de forma vigorosa el vacío racional que ha sido dejado. Ese irracionalismo se manifiesta en una fuerte tendencia al escepticismo, en un cierto fatalismo en cuanto a los destinos de la humanidad, en la ausencia de perspectivas para la vida, en el apego al misticismo, a la magia y al esoterismo, etc. que caracterizaran tantos periodos de la historia occidental y que hoy aparecen como un “espíritu de nuestra época” (el Geist der Zeit – o Zeitgeist – hegeliano). No es necesaria mucha perspicacia para percibir el aumento de esas tendencias en los tiempos actuales.
Estamos viviendo hoy, al mismo tiempo, la conquista global de la racionalidad burguesa y la crisis de esa civilización. No estamos en un nuevo periodo histórico, que pueda ser caracterizado de “pos-moderno” u otro nombre, sino en una fase de crisis de la civilización capitalista. Por ello, sentimos también un cierto vacío racional y el crecimiento del irracionalismo. Pero es también en este periodo en el que se identifican gérmenes de reconstrucción de la racionalidad, a partir de nuevas formas de producción de la existencia humana, y la posibilidad de la afirmación histórica de una nueva civilización. Sólo con base en esos nuevos ejes racionales la humanidad, hoy, podrá librarse de la destrucción.
4. EL PRINCIPIO DE COOPERACIÓN
Sólo es posible comenzar a buscar alternativas que garanticen la continuidad de la existencia de la especie humana en el planeta si la racionalidad que tiene como principio fundamental el trueque competitivo fuere destruida. Pero esa destrucción debe tener un papel propedéutico y no constituirse como un fin en si misma. Debe ser un momento metodológico que prepare la afirmación de una nueva racionalidad fundada en otro eje, a partir del cual puedan alzarse otros principios que vengan a balizar las nuevas relaciones de los seres humanos entre sí y con la naturaleza, además de ser el ambiente racional a partir del cual tomarán otro sentido la ciencia, la tecnología, la filosofía, la religión, el derecho, el sentido común, etc. La constitución de una nueva racionalidad debe darse incluso bajo la hegemonía de la racionalidad que se intenta superar, para que ya se pueda contar con una alternativa concreta cuando la crisis de un proceso civilizador haya llegado a su punto máximo.
Actualmente, con la fase del mercado globalizado (y eso es mucho más que una globalización económica), las crisis que se agigantan tienden sólo a exacerbarse aún más. Los embates contra esa racionalidad deben, por tanto, estar acompañados por el establecimiento de nuevos principios que puedan constituirse como una racionalidad alternativa y caracterizar un nuevo proceso civilizador. Esto tiende a dar un nuevo carácter a la lucha social, sin abandonar el enfrentamiento cotidiano protagonizado por las organizaciones y movimientos sociales, pero dándole también un carácter edificante.
La afirmación de esa nueva racionalidad no puede ser una actividad puramente teórica, pues debe estar acompañada de la puesta en práctica concreta de alternativas que sustenten la vida humana y de la gestación de una nueva civilización. Esta es, bajo todos los aspectos, una acción histórica y no inmediata. Su construcción tiene un carácter profundamente praxiológico, considerando ese término en el sentido más profundo de una relación dialéctica entre la actividad teórica y la práctica social.
En ese sentido, es posible iniciar hoy esa construcción en función de lo que nos señala la historia reciente y la actividad de diversos grupos sociales que han conseguido resolver problemas de supervivencia fuera de la racionalidad del mercado (y contra ella), apuntando hacia nuevas relaciones.
Los problemas de desempleo estructural y de exclusión social – que, como vimos, son consecuencias necesarias de la racionalidad del mercado – han llevado a que inmensos contingentes poblacionales se vean sin sustento y vean amenazada su existencia. Esto ha generado dos consecuencias, ambas de carácter ontológico, pues determinan la esencia de grandes sectores de la población que persiguen escapar de la muerte y del sufrimiento (es decir, de la aniquilación de su ser).
Por un lado, muchos se entregan a la criminalidad, a las actividades clandestinas e ilegales, a la economía informal sin un mínimo de seguridad social, etc. Esas actividades – que producen la muerte de muchas personas, que suponen un peligro constante e inseguridad para los que se dedican a ellas y para quienes van destinadas, que exacerban el “sálvese quién pueda” y liberan instintos animales – se convierten en la praxis que constituye la esencia de un inmenso número de seres humanos. En ese caso, la barbarie acaba siendo el horizonte que sustenta el ser de gran parte de la población. No se puede negar que esa atmósfera tétrica nos tiene cada vez más amedrentados, creando un clima de apocalipsis inminente. El ser humano teme a su semejante. La barbarie se alza así hasta niveles ontológicos y antropológicos.
Pero, por otra parte, en el mundo entero han aumentado las experiencias de supervivencia a través de una producción cooperativizada y autogestionaria. En esos casos, millones de trabajadores del mundo, en el campo y en las ciudades se han agrupado en cooperativas, en las cuales no existe la relación de explotación entre patrón y empleado (una vez que no existen esas dos figuras), la producción está al servicio de la vida humana (y no al contrario) y la colaboración entre los agentes humanos productivos es el principio que debe, necesariamente, predominar. A partir de una alternativa concreta de producción fuera de la racionalidad del trueque competitivo, muchas personas han encontrado un nuevo soporte para el mantenimiento de su existencia. Muchas de ellas tienen incluso una gran preocupación por poner en práctica una producción que no dañe la naturaleza y no agote sus recursos (algunas incluso se constituyen para actuar en actividades de recuperación de los recursos naturales y reciclaje de materiales). Estas prácticas crecen tanto en el medio urbano como en el medio rural.
Esa forma de mantenimiento de la existencia tiende a conformar necesariamente una nueva esencia para el ser humano, pues ha sido la práctica productora del ser de un gran contingente de personas. Es posible que ahí esté siendo gestada una nueva civilización, pues cada vez más la economía actual está empujando a más gente hacia esa forma de producción. Los agentes de una economía cooperativizada garantizan su existencia a través de una práctica de cooperación. Por ello, el eje fundamentador de una posible nueva racionalidad defendida aquí – que debe convertirse en la manifestación de una nueva esencia humana – es el principio de cooperación.
Ese eje se coloca en clara contradicción con el del trueque competitivo y, por eso, su afirmación es necesariamente revolucionaria. No podemos concebirlo como una adecuación al orden predominante, sino como praxis destructora del eje fundamentador de la economía capitalista y de todas las relaciones sociales sometidas a la racionalidad del mercado. Es a partir de ese eje que se edificarán las demás formas de relación humana, nuestras construcciones teóricas, nuestra ontología, nuestra ética, nuestro humanismo, nuestra visión sobre el universo y nuestra acción sobre la naturaleza.
La creación de cooperativas no es una novedad. Incontables experiencias se dan por todo el planeta, pero la mayor parte de ellas apenas son ocasionales y reproducen toda la lógica del mercado y de la producción capitalista, ya que contratan mano de obra asalariada y no hacen de la colaboración el fundamento de la producción. Muchas de ellas tienen como objetivo únicamente ganar espacio en el mercado y acumular riquezas para un pequeño grupo de socios de las cooperativas. Lo que hay de diferente en muchas experiencias actuales es la conformación de un proceso que renuncia a la acumulación y a la explotación de la plusvalía y rompe con la división entre propietarios y trabajadores. La producción cooperativizada, en el actual contexto mundial, adquiere un nuevo sentido. Se torna en afirmación de una nueva práctica económica que puede constituirse en una alternativa para la crisis global del capitalismo. (NOTA 4)
Esa praxis concreta de mantenimiento de la vida del ser humano puede dar soporte al establecimiento del principio de cooperación como eje de una nueva racionalidad. No se trata, por tanto, sólo de la sustitución teórica de un principio por otro, sino del comienzo de un nuevo proceso civilizador, en todas sus dimensiones.
El establecimiento del principio de cooperación como eje racional fundamentador, en oposición al del trueque competitivo, además de garantizar la supervivencia de un gran número de personas, posibilita una mayor aproximación del universo subjetivo humano hacia la praxis que histórica y antropológicamente, facilitó la existencia del ser humano como especie y evitó su extinción. Es la posibilidad de reencuentro del ser humano con su esencia, perdida por las conformaciones históricas fundamentadas en la explotación.
La biología, actualmente, con la ayuda de estudios procedentes de la lingüística, de la biología molecular, de la paleontología e incluso de la historia del arte, tiende a no seguir atribuyendo el salto que diferenció al ser humano de los demás simios al tamaño de nuestro cerebro y a algunas otras diferencias anatómicas (como las que permitieran la postura erguida y el uso de las manos). Esa explicación se coloca bajo sospecha y se tiende hoy a decir que el volumen del cerebro fue una condición necesaria, pero no suficiente, para la “humanización” de nuestra especie (Diamond, in Murphy & O’Neill, 1997). Esto está basado en que los fósiles más antiguos de Homo sapiens anatómicamente modernos, o sea, que poseían un cerebro del tamaño del nuestro y características anatómicas prácticamente idénticas a las actuales, fueron encontrados en África y datan de hace 100 mil años. En aquel periodo, Europa estaba dominada por el hombre Neanderthal, que, aunque con un volumen cerebral superior al nuestro, presentaba una musculatura y anatomía de los huesos diferenciada. Los hallazgos arqueológicos de los yacimientos de África del Sur muestran que los Homo sapiens de ese periodo no se diferenciaban culturalmente en nada de los Neardenthales, hecho que no debía ser constatado si el elemento determinante de la diferencia fuese el volumen del cerebro y la anatomía de los huesos. Era de esperar, por ejemplo, que la evolución del tamaño del cerebro de los homínidos que culminó con Homo sapiens hubiese venido acompañada por una evolución en la producción de artefactos complejos, en el arte, en la cultura, etc. Aún así, no hay ningún vestigio de evidencias arqueológicas que puedan establecer esa relación. Nuestros antepasados de 100 mil años atrás apenas destacaban por el uso del fuego y de algunas herramientas rudimentarias de piedra.
Los primeros indicios de la moderna capacidad cultural e inventiva del ser humano sólo fueron encontrados en Europa y datan de hace 38 mil años, el mismo periodo de datación de los primeros ejemplares de Homo sapiens encontrados en ese continente (conocidos como hombres de Cro-Magnon). A partir de esa época surgen instrumentos musicales, pinturas rupestres, pequeñas esculturas, rituales de entierro de los muertos, armas de caza, herramientas más complejas, construcción de habitaciones, costura de ropas, empleo de embarcaciones, etc. Esa capacidad, desde entonces, se volvió tan dinámica y variada que su crecimiento y complejidad avanzaron en progresión geométrica. Esto revela que hubo un largo periodo, de hace 100 mil a 38 mil años (un intervalo por tanto de cerca de 62 mil años), en que el Homo sapiens no manifestó su capacidad cultural e inventiva moderna, a pesar de tener un cerebro y anatomía iguales a las nuestras y de la probabilidad de que su estructura genética fuese en un 99,9% igual a la del ser humano actual (Diamond, in Murphy & O’Neill, 1997). A partir de un momento dado, sin embargo, acontece el boom de la capacidad cultural e inventiva del ser humano, que lo vuelve sustancialmente diferente de los otros animales. Es cierto que esa capacidad vino siendo desarrollada gradualmente en esos 62 mil años, pero el indicio de las mutaciones anatómicas y del volumen cerebral que nos diferenció de los chimpancés y culminó en el Homo sapiens datan de hace unos 7 millones de años.
Estudios comparativos han mostrado que nuestro ADN se diferencia del ADN del chimpancé en tan sólo un 1,6%. Dado que gran parte de nuestro ADN (90%) no ocasiona peculiaridades fenotípicas (es no codificante) y que, por ello, una buena parte de la diferencia de nuestro ADN con el del chimpancé no influencia nuestro comportamiento, se puede decir que la proporción genética verdaderamente responsable de la diferenciación del ser humano no sobrepasa el 0,16%. ¿Pero por que somos tan diferentes?
La respuesta más común, de que esos genes son responsables del tamaño de nuestro cerebro y que, por ello, son estos los que marcan la diferencia, tienen pocas posibilidades de sustentarse, por los motivos ya abordados arriba. La hipótesis más plausible – por el número de argumentos y evidencias procedentes de otras ciencias, que la corrobora y la hace coherente con el fenómeno analizado – es la de que una pequeña porción del DNA, la que contiene los genes responsables del perfeccionamiento del lenguaje, es la verdadera responsable del salto que convirtió al integrante del género Homo en un ser diferente de los demás primates. Fue a partir del desarrollo de la capacidad de articulaciones fonéticas significativas e intercambiables, registradas posteriormente en formas rudimentarias de escritura y pinturas rupestres, como el ser humano se desarrolló y dio el salto que hoy nos posibilita usar un ordenador, conocer partículas subatómicas y especular sobre la creación del universo y los destinos de la humanidad. Fue esta también la causa del mantenimiento de la existencia humana y lo que evitó nuestra extinción frente a tantas adversidades naturales y a tan escasas mutaciones genéticas adaptativas en estos últimos 100 mil años. El lenguaje, por tanto, posibilitó la humanización (en el sentido en que la entendemos hoy) de una determinada rama de primates.
Al considerar las conclusiones mencionadas arriba, el lenguaje asume un estatus de elemento esencial de lo humano, o sea, pasa a formar parte de la esencia humanizadora, a componer el ser de aquello que consideramos humano. De esta forma, cabe hacer una reflexión sobre qué tipo de relación entre los homínidos posibilitó e hizo necesario el lenguaje, para, así, buscar los elementos esenciales de las propias relaciones humanas.
Queda claro, por los estudios y pesquisas ya realizados, que el lenguaje no es una consecuencia automática de nuestra singularidad genética. La existencia de un complejo aparato fonador es condición necesaria, pero no suficiente para el surgimento del lenguaje. Este es producto de relaciones sociales. Pero ¿qué principio orientó esas relaciones? Dado el peso del lenguaje considerado aquí en nuestro proceso de humanización, esta se convierte en una cuestión axial, pues la respuesta obtenida conducirá la reflexión sobre la esencia de las relaciones humanas.
Algunas teorías intentan atribuir la aparición del lenguaje a algún aspecto del comportamiento humano, pero buena parte de esa discusión acaba, en verdad, transfiriendo al leguaje la concepción de ser humano y de sociedad del investigador. Por ejemplo, algunos adjudican la aparición del lenguaje a una hostilidad esencial entre individuos humanos y a la defensa de la propiedad, sosteniendo que las primeras articulaciones fonéticas significaban “¡salga de aquí!” o “¡esta cueva es mía!”. No creo que se deba prestar mucha atención a estas propuestas, visto que no llegan a constituir ninguna corriente en la lingüística o en la filosofía del lenguaje. Pero cabe hacer un pequeño comentario, ya que estas son muy adecuadas para reforzar el discurso liberal, pues, si fueran la competición y la defensa de la propiedad los tipos de relación social que posibilitan la aparición del lenguaje, se podría decir que el ser humano es competitivo y privatista en su esencia. Pero esas concepciones son extremadamente frágiles y no pasan de ser proposiciones que no resisten siquiera un análisis superficial. Cualquier animal consigue expresar las ideas de hostilidad y defensa del territorio sin tener que desarrollar ninguna articulación sonora que supere al rugido y a la muestra de las garras o dientes. Algunos ni siquiera emiten sonidos para ello, limitándose a lanzar algún veneno o a lanzar una dentellada. Vemos constantemente animales que defienden su territorio o se muestran hostiles tan sólo emitiendo gritos amenazadores. Por ello esa actitud no puede fundamentar la necesidad del lenguaje entre los seres humanos.
Los estudios que han intentado descubrir algún rudimento de lenguaje entre animales han llegado a conclusiones bastante instigadoras. Ninguno, sin embargo, detectó formas rudimentarias de comunicación o diferenciación de gestos o sonidos que ayudasen a la manifestación de hostilidad. Por el contrario, siempre que se detectaron manifestaciones significantes más complejas en el comportamiento de los animales, estaban al servicio de la colaboración mutua entre una colectividad. Experiencias con diversos animales fundamentan la existencia de comunicación como consecuencia de la necesidad de cooperación.
Se puede afirmar que las primeras formas de manifestación comunicativa del ser humano fueron una consecuencia de una relación cooperativa y de integración entre grupos, como es característico del resto de animales. La singularidad humana se sitúa en el hecho de que el desarrollo de un complejo aparato fonador, sobre características anatómicas y cerebrales avanzadas, hizo posible que esa cooperatividad engendrase un sistema mucho más abstracto y complejo de comunicación, que vino a constituir el lenguaje humano, diferente, en casi todos los aspectos, del “lenguaje” animal. El empleo de ese sistema abstracto de representación hizo que los homínidos destacasen cualitativamente de la rama de los primates y del resto del reino animal. El lenguaje ciertamente surgió de la necesidad de colaboración entre los seres humanos y no de la competición o de la hostilidad.
Al aceptar esa afirmación, establecemos el principio de cooperación no sólo como una proposición teórica alternativa, sino como un fundamento concreto del ser del humano, es decir, como categoría esencial, de orden ontológico y antropológico. Conforme anuncié anteriormente, una racionalidad basada en la cooperatividad hace al ser humano más próximo a la esencia concreta de su especie. La competición, elevada a categoría que consolida la interrelación entre los individuos humanos, establece una contradicción entre la actual praxis del ser humano y su esencia histórica y antropológica y, por ello, está teniendo como consecuencia la aniquilación de la especie.
La forja de una racionalidad fundada en el trueque competitivo, con todos los principios decurrentes de ella, fue conformando en la sociedad una manera de actuar, de pensar, de concebir el universo y al otro, de relacionarse con la naturaleza, etc., caracterizando, así, una determinada forma de presencia del ser humano en el mundo. Esa forma de presencia e intervención en el mundo tuvo como consecuencia la destrucción progresiva e irracional de la naturaleza y la exclusión humana. Una racionalidad basada en el principio de cooperación deberá tener como consecuencia la disolución de las principales crisis vividas por la humanidad y la conformación de otro tipo de presencia humana en el mundo, que, además de garantizar la supervivencia de la especie, establecerá la hegemonía de una nueva visión del universo.
Las crisis de la Naturaleza y de las relaciones humanas de producción y sociabilidad son resultantes de la imposibilidad de resolver los problemas sin que se nieguen los principios fundamentales de la racionalidad de mercado. Sólo es posible vislumbrar soluciones globales, factibles y eficaces para los problemas relacionados con las relaciones humanas de producción y sociabilidad, si la economía y la sociedad son pensadas a partir del principio de cooperación.(NOTA 5)
Conquistar una sociedad así no es una cuestión de cambios o de ajustes económicos, pues ello necesita un proceso histórico de acción social y organización de la sociedad civil. La construcción de una sociedad basada en la racionalidad de cooperación no está en un plano de acción inmediato, que se pueda vislumbrar a corto plazo. Se trata de un proyecto con posibilidad histórica que puede orientar la acción humana. El problema no se resuelve tan sólo formulando soluciones, pero es preciso establecer proposiciones generales que dirijan la acción revolucionaria de los seres humanos.
Sometidas a ese proceso productivo, que sólo es posible con un cambio global del eje fundamentador de nuestra racionalidad, las relaciones de sociabilidad estarían balizadas también por la ética de la cooperación. Al contrario de concebir al otro ser humano como “rival”, con el cual precisan competir, los individuos verían en la presencia del otro una complementariedad. El otro es aquel que compone un todo conmigo. Sin él me pierdo en la individualidad improductiva e insignificante. Con él, y en relación cooperativa con él, paso a ser una manifestación singular, individual, de una totalidad dinámica. La eliminación del otro representaría la pérdida de una parte de la totalidad que es, al mismo tiempo, yo y todos. El cuidado con el colectivo sería, al mismo tiempo, un cuidado consigo mismo y viceversa.
La relación entre el individuo y la colectividad no se daría por la imposición de un elemento sobre el otro: ni el colectivo sobre el individuo ni el individuo sobre la colectividad. Esa relación debe ser comprendida a partir de una concepción dialéctica. Cada ser humano es una manifestación singular de una colectividad. Esa manifestación es particular, posee características que son sólo de ella y que no deben ser relegadas, pero sólo adquieren sentido cuando se relacionan con la totalidad de la cual es constituyente. Esa totalidad se transforma en una peligrosa abstracción cuando adquiere un sentido independiente de las individualidades que la componen. También el todo adquiere su sentido tan sólo en relación con cada una de sus manifestaciones singulares. Fuera de esta relación, el todo no existe y el individuo pierde la significatividad. No se puede sustituir simplemente la predominancia del individualismo (uno de los principios resultantes de la racionalidad burguesa) por la imposición del colectivismo. Es preciso unir, con una fundamentación dialéctica, esos dos elementos constituyentes de las relaciones sociales, para que estos manifiesten una totalidad compuesta, formada por individuos y colectividad, con significatividad intercambiable, separables sólo para efectos formales.
Resulta de esto que la preocupación consigo mismo no puede separarse de la preocupación por todos. La meta de una organización social pasaría a ser la supervivencia de toda la humanidad y no sólo de una porción de esta.
Esto inauguraría una nueva ética predominante en el mundo. Al contrario de la máxima individualista de “su derecho termina donde comienza el mío”, tendría lugar una expresión de la responsabilidad colectiva de “mi (y su) derecho termina (y sólo termina ahí) cuando se transforma en amenaza para la estabilidad y la supervivencia de la colectividad”. Dentro de ese límite, somos completamente libres de manifestar la originalidad ilimitada de cada ser humano en particular. Como cada sujeto particular es una manifestación de la colectividad de la cual él mismo forma parte, el mal que pueda causar a otro ser humano, directa o indirectamente, es éticamente condenable y no puede ser defendido bajo ningún argumento, además de ser una agresión directa a mí mismo, como parte viva de la sociedad.
Un ejemplo de la manifestación de la ética de la cooperación, erigida sobre un modo de producción colectivo de las tribus indígenas, es el mito de los indios caiapós sobre las sequías y las lluvias. Para ellos, el responsable de enviar la lluvia es el indio Bepororopi. Este indio fue expulsado de la tribu por tener un comportamiento inadmisible dentro de la ética de la cooperación: era egoísta y siempre quería quedarse con la mejor parte de la caza (para ellos las vísceras). No pudiendo admitir esa actitud de Bepororopi, un anciano de la aldea le reprendió severamente, lo que hizo que abandonara la aldea ofendido. Según el mito caiapó, Bepororopi prometió a su mujer e hijos que siempre le verían o escucharían. Se transformó en lluvia, rayo y trueno y aparece cuando quiere, para ayudar o para perjudicar a la tribu. El origen de las lluvias, tronadas y relámpagos está presente en todo momento en la vida de los caiapós, haciéndolos recordar el castigo de un comportamiento condenable en una racionalidad cooperativizada.
El comportamiento del indio que se exilió y se convirtió en lluvia y trueno es precisamente lo que se consagra como meta a alcanzar en la racionalidad del trueque competitivo: sacar la máxima ventaja sobre el usufructo de los bienes disponibles. Dentro de esta, vence en la vida quien más consigue acumular, quien saca una mayor ventaja sobre los otros y el que tiene la “astucia” suficiente para no quedarse con la misma porción que los demás. Esa actitud encaja perfectamente en la racionalidad del trueque competitivo.
Lo correcto y lo incorrecto en la vida social no son juicios que existen en si mismos, sino que siempre en relación a una racionalidad. Cuando los principios de esta se concretan en nuestras actitudes, estamos plenamente justificados ante la sociedad. Por ello, llevar la ventaja a toda costa es una actitud que encaja perfectamente en la racionalidad predominante, pero que no encuentra acogida cuando esta racionalidad se modifica en sus ejes y principios fundamentales. Nada difiere la actitud de Bepororopi de la actitud de los grandes especuladores y de las grandes multinacionales, pues en ambos casos quieren apropiarse de la mejor parte de los bienes disponibles en la sociedad, obteniendo ventaja sobre la colectividad. Lo que hace que la actitud de los millonarios en el mundo capitalista y de Bepororopi en la tribu caiapó sea en un caso alabada y en el otro condenada es la racionalidad en la cual están insertas.
Al edificar una racionalidad sobre el eje de la cooperación, la sociedad irá, por si misma, estableciendo nuevos principios en las relaciones entre los individuos y la colectividad y difícilmente se podrá aplaudir a aquellos que se apropian de la mejor parte.
Pero para que, de hecho, esto suceda, las experiencias de cooperativas autogestionarias deben acompañarse de un intenso proceso de formación y educación. No basta sólo con querer cambiar las actitudes como si estas fuesen solamente el reflejo de un modo de producción. Sin la contribución de la educación, las experiencias concretas pueden estar predestinadas a ser sólo un intento de remiendo en un sistema agotado en su capacidad de producir vida humana.La construcción de una nueva racionalidad depende, al mismo tiempo, de los cambios concretos en la producción de nuestra existencia y de la construcción de una nueva concepción del mundo.
He afirmado anteriormente que una economía basada en el principio de cooperación podrá sustituir a la economía basada en la racionalidad de trueque competitivo, cuyo principio determinante es el mercado. Esta afirmación puede dar lugar a una interpretación equivocada y llevar a la conclusión de que se está proponiendo una sociedad sin trueque o sin mercado. Sin embargo, no se trata de eso. En realidad, la crítica que se hizo aquí al trueque y al mercado fue una crítica cualificada, o sea, critiqué el trueque competitivo, que se diferencia del trueque complementario, y el mercado en tanto que concepto que designa las relaciones de trueque competitivo mediadas por el dinero. Además de eso, el eje central de la crítica a esos principios se sitúa en el hecho de que han sido elevados a ejes fundamentadores de una determinada racionalidad, que dirige, por consiguiente, toda la acción humana y las relaciones que establecemos con los otros y con la naturaleza. No critiqué la existencia de esos fenómenos, sino su elevación a principios nomológicos, con una existencia independiente de la acción humana.
No hay ningún problema en pensar en competición dentro de una sociedad fundada en una racionalidad cooperativa. La existencia de competiciones deportivas, de luchas y desafíos entre los indios prueba que es posible convivir con la competición y concebirla incluso como una dimensión del ser humano. Pero hay diferentes formas de concebir una competición. Ésta puede ser un medio para alcanzar una meta o incluso sólo una manifestación de alguna característica humana. El problema surge cuando se convierte en un fin en si misma o el principio que dicta la conducta de toda una sociedad. Aquí ha sido criticado ese problema y el hecho de que la competición ha caracterizado las relaciones de trueque que son el eje de la racionalidad hoy hegemónica.
No es posible concebir una sociedad humana sin relaciones de trueque. El intercambio entre las personas y entre los grupos forma parte de la esencia concreta de la humanidad y es este mismo el que caracteriza esa dimensión colectiva del ser humano. La eliminación de este intercambio no es algo que pueda vislumbrarse en el horizonte de nuestra especie, incluso porque para un individuo es imposible existir, en tanto que humano, sin el complemento de los otros. Los trueques se establecen para complementar lo que le falta a cada uno. En la relación de trueque complementario, posiblemente el tipo originario, los individuos se sustentan precisamente en la integración de la colectividad, y mantienen sus lazos de intersostenibilidad mediante las relaciones de trueque. Por ello, incluso en una sociedad cooperativa, las relaciones de trueque no pueden dejar de ocurrir.
Sin embargo, el objetivo del trueque complementario no es el mismo que el del trueque competitivo. El trueque, en la racionalidad burguesa, dejó de ser un lazo que sostiene la colectividad para ser una mediación en la obtención de la ganancia individual. Por eso es fundamental que se perciba que la crítica hecha aquí al eje de la racionalidad burguesa se sustenta en el adjetivo competitivo. Forma también parte del desafío de la construcción de una nueva racionalidad establecer entre las cooperativas una nueva relación de trueque, fundamentada no en la obtención de ventajas para una de las partes, sino en la complementación. De cierta forma, esto ya viene siendo ensayado en experiencias de redes de trueques solidarios, existentes en varios países del mundo. También cuando se opta por establecer relaciones con empresas cooperativas que producen sin agredir al ecosistema y que se fundamentan en nuevas relaciones entre los trabajadores, no se está buscando tan sólo la ventaja en el trueque, sino el establecimiento de una relación integral entre el trueque y el mundo circundante. Ese tipo de empresa no siempre consigue ofrecer precios más atractivos y ventajas en la relación, pero si no es eso lo que determina el trueque, el intercambio se mantiene.
Queda también claro el hecho de que sería imposible establecer las relaciones de trueque sin un mercado, o sin que esas relaciones estén mediadas por el dinero. El dinero, como equivalente del valor de lo que se desea intercambiar es esencial en las relaciones complejas de trueque. El dinero, en tanto que fenómeno real, no posee sentido en si mismo, sino en la asignación a una categoría que le da sentido. Marx hablaba del dinero como capital (Geld als Kapital), queriendo diferenciarlo de su existencia como subordinado a otra categoría. O sea, el sentido que el dinero tiene en la economía capitalista es esencialmente diferente del sentido que el mismo fenómeno tiene en las otras formas de producción, aunque sea un mismo elemento de la realidad. En la economía capitalista, el dinero es un fin y pierde su característica de mediación del trueque. El mercado pasó a ser considerado el concepto que designa ese tipo de relaciones de trueque en el cual entra el dinero, pero en el que la producción y reproducción del capital son los únicos objetivos. Por tanto es ese tipo de mercado el que hoy es condenado por aquellos que sitúan la vida humana como prioridad en sus reflexiones y discursos.
Sin embargo, el mercado es también un fenómeno que adquiere su sentido en la relación con los principios a los cuales se encuentra sometido. Una sociedad cooperativa, en la necesaria relación de trueque mediado por el dinero, concedería otro sentido a ese fenómeno, pues lo sometería a otros principios. No está en la esencia del mercado el hecho de ser excluyente y competitivo. Es posible un mercado que incluya a las personas y que sea cooperativo y solidario. Esto es otro hecho que ya viene sucediendo en las diversas experiencias que han sido agrupadas bajo la amplia categoría de “economía solidaria”, o “socioeconomía solidaria”. El conocimiento de esas experiencias es fundamental para complementar y concretar las reflexiones hechas hasta aquí.
El tipo de praxis, que somete el mercado y el trueque a principios fundamentadores cooperativos, da a los fenómenos una dimensión distinta de la que adquieren en la racionalidad burguesa. El mercado se vuelve “mercado como (partícula als en alemán) instrumento de complementación e integración entre personas” y pasa a tener ahí su sentido. Nada posee un sentido en si mismo. Aislados de categorías que los asuman, los fenómenos carecen absolutamente de sentido. Lo mismo sucede con el mercado y las relaciones de trueque. No se puede simplemente criticar o defender “el” mercado, pues tanto la crítica como la defensa deben antes reflexionar sobre la estructura racional de la cual emerge y, a partir de ahí elaborar un discurso sobre este. Mi crítica está dirigida hacia el mercado y hacia el trueque dentro de la racionalidad del trueque competitivo. Pero, como vimos, estos fenómenos pueden tener otra concreción.
El respeto por la naturaleza y la preocupación por el ecosistema aparecen, en la racionalidad cooperativa, como fruto de una visión totalizadora del ser humano y del mundo. La relación de trueque competitivo, en la cual es posible obtener el 100% de ventajas en la relación con la naturaleza, se sustituye también por una relación de cooperatividad. La naturaleza no es un polo abierto a la explotación, que no pide nada en trueque por sus recursos, sino que también compone la totalidad de la cual los seres humanos forman parte. La relación de trueque con la naturaleza exige que la extracción de sus recursos, fundamentales para la vida humana, venga acompañada de un cuidado fundamental. Dependemos de la naturaleza al mismo tiempo que ella depende de nuestra colaboración para no agotarla.
La relación fundamentada en el mercado sólo percibe a largo plazo que la naturaleza pide algo a cambio. Esta exigencia de la naturaleza, por ser tardía, no interfiere inmediatamente en la optimización de la eficacia de la relación de trueque. Una visión integradora, cooperativa, tiene consciencia de nuestra interdependencia con la naturaleza y, en vez de pensar en una optimización de la eficacia, piensa en el mantenimiento de la vida en el planeta y en la supervivencia humana como un todo en el espacio y en el tiempo. La comprensión de la humanidad como un colectivo de personas que se sostienen como “humanas” a través de la cooperatividad resulta en que la totalidad compuesta por los seres humanos se extienda geográfica e históricamente. Ello significa que los daños causados a la naturaleza en cualquier región de la Tierra, protagonizada por cualquier nación, deben ser una preocupación global y que es preciso pensar en las próximas generaciones y en el futuro de la relación entre la naturaleza y el ser humano.
A partir de esa concepción, no habrá obstáculos que impidan el establecimiento de acuerdos relacionados con el calentamiento global, con la deforestación, la destrucción de la biodiversidad, el empobrecimiento del suelo, etc. La tarea de cuidar de la naturaleza no será ya evaluada por su impacto en el mercado, sino por su impacto en el mantenimiento de la vida.
5. CIENCIA Y COOPERATIVIDAD
La necesidad de reconstruir la racionalidad fundamentadora de las relaciones humanas es percibida por numerosos intelectuales de diversas áreas del conocimiento humano. Preocupados por el destino de los seres humanos y del planeta Tierra, diversos autores intentan fundamentar sus análisis y proposiciones en otros referentes que puedan dar a sus respectivos campos de saber una nueva responsabilidad con el mundo. Vemos que esto sucede en la economía, en la sociología, en la física, en la biología, en la teología, en la filosofía, en la geografía, en la pedagogía, en la psicología, etc. De modo general, esta tendencia ha sido designada como la “búsqueda de nuevos paradigmas”.
Debo aclarar aquí, antes que nada, porque no he trabajado, en esta reflexión, con la noción de “paradigma”. Aunque admito que el sentido que muchos autores quieran dar a este concepto esté bastante próximo al sentido de aquello que yo vengo llamando eje racional fundamentador y sus principios resultantes, no me parece apropiada la noción de paradigma para este abordaje. Presente en la filosofía de Platón y en la gramática (en la conjugación de verbos), este vocablo fue introducido en la ciencia y en la epistemología por Thomas Kunh. Se refería (a despecho del equívoco ya apuntado en el uso del término por el propio Khun) a modelos de descubrimiento científico que, por haber tenido éxito, sirvieron para crear formas generales de proceder en una investigación, orientar la experiencia e interpretar los fenómenos experimentales. En ese sentido, paradigma se refiere tanto a hipótesis y modelos teóricos como a métodos y formas (experimentos) de inquirir a la realidad (Kuhn, 1997, p. 30 y 217-237). El concepto de paradigma no se refiere a una totalidad subjetiva que orienta al ser humano en su acción en el mundo y a su comprensión de la realidad, sino sólo a una forma determinada de hacer ciencia. Kuhn pensaba específicamente en las ciencias naturales, de las cuales era también historiador. La extensión de este concepto a otras áreas del saber y la amplitud dada a éste fueron cuestionadas en otra obra del autor (Kuhn, 1989, p. 353). Aunque cualquiera pueda ampliar el sentido del término, temo que su utilización descomedida acabe, por un lado, reduciendo la importancia de lo que es realmente necesario (la reconstrucción de una nueva fundamentación para la presencia activa del ser humano en el mundo, que es mucho más que una cuestión teórica y científica) y, por otro lado, volviendo el término todavía más equívoco. Por eso, no considero “búsqueda de nuevos paradigmas” una designación adecuada para la tarea que cabe actualmente al conocimiento.
En esta búsqueda para reconstruir teóricamente el mundo a través de “nuevos paradigmas”, vemos predominar y crecer las tentativas de encontrar en la física cuántica, en la teoría del caos, en algunos aspectos de la teoría de la relatividad y en la biología una nueva fundamentación para el conocimiento y la acción humana. O sea, se piensa que la ciencia actual puede ofrecer una base de sustentación para quien intenta construir una cosmovisión alternativa a la que predomina en la sociedad. En cuanto a esto, tengo también serios cuestionamientos. No creo que sea posible fundamentar en las proposiciones de la física o de la biología modernas una construcción racional alternativa que pueda sustituir la forma actual que tiene el hombre de relacionarse con su mundo. Pienso, inclusive, que una racionalidad que tenga como pilares las hipótesis de las ciencias naturales está erigida sobre una base muy frágil y no es suficiente para caracterizar un nuevo proceso civilizador, por más convincente y bien articulada que pueda parecer. Además de eso, en mi concepción, la ciencia (en sus fundamentos metacientíficos y ontológicos) es el resultado de una determinada racionalidad y no lo contrario. Veamos donde están fundamentadas mis proposiciones.
Esta apelación a las ciencias naturales se efectúa a partir de dos asunciones, no siempre explícitas en los discursos, pero resultantes de estos : 1) o se supone que las ciencias naturales han encontrado una nueva realidad que niega todas las concepciones ontológicas anteriores y que, por tanto, “se descubrió” que la realidad no es mecánica, particularista ni individualista, por el contrario orgánica, “holística” y cooperativa; 2) o, aunque se sospeche de la exactitud científica, se atribuye una cierta prioridad a las ciencias naturales en las aserciones concernientes al mundo, debiendo los demás saberes ser subsidiarios de las proposiciones científicas.
Ambas proposiciones son problemáticas. La primera manifiesta una creencia precipitada en la exactitud científica y en las conclusiones a la que algunos físicos y biólogos llegan por medio de su ciencia. Pero la interpretación que estos científicos hacen de la ciencia actual, en aquello que esta dice de la realidad más allá de las ecuaciones, no es unívoca. En el terreno de la física cuántica, por ejemplo, se disputan entre sí modelos de realidad bastante distintos. El éxito de la nueva física en el campo tecnológico (que abarca desde la creación de la bomba atómica hasta computadores y discos-láser) se debió a un cierto consenso en el aspecto pragmático y formal de la ciencia. O sea, absteniéndose de hacer especulaciones sobre qué realidad se oculta detrás del formalismo matemático y de las complejas experiencias con partículas subatómicas, todos pueden trabajar juntos compartiendo las mismas ecuaciones, las mismas previsiones, los mismos aparatos experimentales y las mismas matemáticas. Cuando, sin embargo, se trata de discutir lo que, de hecho, sucede en el plano ontológico, o si las paradojas previstas por la teoría (dualidad onda-partícula, superposición de estados, acción a distancia sin envío de información, no-localización, etc.) son paradojas reales, los que dan importancia a esta cuestión se encuentran lejos de llegar a un consenso.
Esto nos muestra que la nueva física sólo “abre espacio” para que se especule sobre una nueva visión de la realidad, pero no llega a decidir que tipo de nueva visión será esta. Ni su papel es especular sobre estas cuestiones. Cuando los físicos se proponen disertar sobre esto, están – como, por otra parte, es un derecho de todo el mundo – entrando en el terreno de la filosofía y sus reflexiones no dejan de ser metafísicas. Como tales, aunque sosteniendo un modelo científico, son susceptibles de ser juzgadas por casi todos los criterios semejantes de aceptación de las demás proposiciones metafísicas. Estas sólo exigirán un mayor esfuerzo argumentativo y una sustentación ontológica alternativa para ser contestadas. El hecho de que esas proposiciones se sustenten en proposiciones científicas no las transforma en afirmaciones de la ciencia. Mucho menos debemos dar importancia a la creencia de hay una mayor exactitud en las especulaciones metafísicas de los científicos que en las de los filósofos.
Supongamos ahora, que la comunidad científica va siendo convencida, poco a poco, por una de estas concepciones concurrentes. Supongamos que la visión predominante venga a ser la que niega los “paradigmas” en los cuales muchos intelectuales fundamentan la reconstrucción de su racionalidad. ¿Qué hacer? ¿Abandonar por ello la tarea de sustituir el antiguo modo de pensar el mundo por un modo fundamentado en la cooperación y en la integración? ¿O mantener esta tarea a pesar de las “conclusiones” de la ciencia? En este último caso, quedaría la pregunta: ¿por qué, entonces, fundamentar en ella la nueva racionalidad si se debe mantener esta última a pesar de lo que dice la ciencia?
Además de esto, aunque tal cosa no acontezca, nada exige, objetivamente o de forma fuertemente convincente, que el mundo de los seres humanos, sus relaciones y sus conciencias, tengan que comportarse de la misma forma que el mundo de las partículas subatómicas. No hay ningún problema en postular que el mundo humano y la realidad natural tienen un comportamiento completamente distinto, pues no hay ninguna relación necesaria entre las leyes de la naturaleza y la interacción libre construida por los seres humanos – aunque esto pueda ser defendido como hipótesis por algunos pensadores. Las elaboraciones de quien intenta extraer de la física una nueva visión del ser humano y de la sociedad, acaban, de esta forma, funcionando tan sólo como una analogía. Dígase, por justicia: bellísimas, pertinentes, respetables y necesarias analogías. Lo que estoy cuestionando aquí no es la calidad ni la importancia de este intento, sino la fuerza necesaria para transformar radicalmente el modo en el que el ser humano se relaciona con el mundo. Por lo menos en aquellas partes que intentan convencer mediante el discurso científico, no creo que puedan asentar los pilares de una nueva racionalidad. Siendo aún más claro, es difícil pensar que la gente pasará a relacionarse de forma diferente con la naturaleza y con el otro, pasando a respetarlos y a cooperar con ellos, por el hecho de saber, por ejemplo, que los electrones son manifestaciones individuales de una totalidad universal.
En relación a la segunda proposición que está en la base del apelo a las ciencias naturales (la prioridad de las ciencias de la naturaleza – nº 2 arriba), defiendo la idea de que el modelo metacientífico que predomina en determinadas épocas es siempre una consecuencia de la racionalidad en la cual están fundados el conocimiento y la acción humana. Es la ciencia, por tanto, la que es resultante de una determinada racionalidad, y no al contrario.
Las concepciones alternativas sobre la realidad que se esconde tras la física cuántica usan, la mayoría de las veces, las mismas ecuaciones, el mismo formalismo matemático y los mismos laboratorios experimentales. La decisión de qué modelo ontológico tendrá éxito ciertamente no vendrá determinada por la precisión matemática o por la experimentación, sino por la racionalidad hegemónica en las prójimas décadas o siglos, una vez que todos los físicos de las diversas corrientes se hayan esforzado – y tenido éxito en gran parte – en probar la veracidad de sus modelos a través de la precisión matemática de sus ecuaciones y de la adecuación a los fenómenos experimentales.
Esa reflexión nos translada a las disputas en el seno de la Revolución Científica del siglo XVII. Tanto la concepción geocéntrica aristotélico-ptolomáica, como la visión heliocéntrica copernicana y la visión “mixta” de Tycho Brahe (para el cual todos los planetas circundan al sol, pero constituyen con este un sistema que rodea a la Tierra) tenían observaciones que las corroboraban, tenían cálculos bastante aproximados que permitían una buena previsión y tenían fuertes argumentos que las fundamentaban. Así mismo, todas ellas eran imprecisas en algún aspecto y dejaban grandes lagunas. Lo que dictó el veredicto final fue la cosmovisión que más se adaptó a la racionalidad dominante en los periodos posteriores. La física newtoniana decidió la cuestión a favor de Copérnico (a través de Galileo) y la adecuación de la física newtoniana a los anhelos (desde el punto de vista pragmático) y la cosmovisión (bajo el aspecto metafísico) de la burguesía en ascensión en Europa fue, entre otros factores, el elemento principal de su aceptación.
Así, si se establece, en un tiempo venidero, una racionalidad que tenga como eje la cooperatividad, ciertamente tendrán más oportunidades de establecimiento las visiones metacientíficas que más se adapten a esta concepción del universo y de las relaciones humanas.
Cabe hacer aquí una reflexión especial respecto a la biología. Uno de los argumentos más recurrentes contra la cooperación y el altruismo ha sido la supuesta “cientificidad” de la competición y del egoísmo como reglas naturales. Tal argumento se fundamenta en las ideas de Darwin sobre la “lucha por la supervivencia” y la “supervivencia del más apto”, tomadas como reglas impulsoras de la evolución de la vida. Esas ideas se vieron reforzadas con la proposición del egoísmo universal del gen por parte del zoólogo británico Richard Dawkins (1989). Aceptándose que la ley de la naturaleza que regula la evolución de los seres vivos es la competición y el egoísmo – y, aún más, que las leyes de la biología pueden servir para la compresión de la sociedad –, las estructuras de nuestro mundo capitalista basadas en esos principios serían tan sólo consecuencias de una ley natural. De ahí que las propuestas de cambio en esas reglas pueden ser bastante románticas e interesantes, pero son irrealizables e ilusorias por estar en contraposición con las “verdades científicas”.
Sin embargo, analizada la cuestión bajo otro parámetro, podemos percibir que no fue el traslado del darwinismo a las relaciones sociales lo que creó una racionalidad basada en la competición y en el egoísmo; fue la racionalidad fundamentada en la competición la que generó la explicación darwinista de la evolución. Aquí tenemos otro caso en el que la racionalidad dominante contribuyó a la aceptación de teorías científicas. Según afirma el propio Darwin (2003), la idea de “lucha por la supervivencia” fue extraída de la teoría social de Thomas Malthus y la idea de “supervivencia del más apto” la tomó de Herbert Spencer – dos teóricos del pensamiento social liberal. Además de eso, existen profundas relaciones entre su teoría de la evolución y el pensamiento hegemónico en Inglaterra – y esto ciertamente no es una coincidencia.(NOTA 6) Hoy, muchos biólogos están convencidos de la insuficiencia de la explicación darwinista de la evolución, dado el número de nuevos datos procedentes de la bioquímica y de la genética que no encuadran en esta explicación. Ha habido varios intentos de comprender el fenómeno de la evolución a partir de otros principios, inclusive incluyendo la cooperación como factor explicativo de ese fenómeno (Sandín, 1995; 2002; Margulis & Sagan, 2002). El darwinismo no es una verdad científica irrefutable. Es también una consecuencia de la racionalidad hegemónica y cualquier cambio profundo de paradigma en la biología vendrá a reflejar el carácter de una posible nueva racionalidad. No hay, por tanto, “exactitud científica” en los argumentos que intentan establecer un obstáculo “natural” a la cooperación. La ciencia es también histórica y el darwinismo es una teoría situada en una determinada racionalidad.
Esto refuerza mi afirmación de que el establecimiento de una nueva racionalidad que oriente la existencia activa del ser humano en el mundo, en su relación con el otro y con la naturaleza, no es un problema “científico”. El argumento más fuerte a favor de una nueva racionalidad, que fundamenta todo el discurso de la presente reflexión, es la supervivencia de la especie humana. O reconstruimos el fundamento de nuestra acción en el mundo y de las relaciones humanas, construyendo una racionalidad fundada en el principio de cooperación, o la barbarie, seguida de la destrucción del planeta y de la extinción de la especie humana, pasará a ser el destino que nos aguarda. Lo tétrico de esta afirmación se justifica por lo que ya podemos constatar con relación al medio ambiente y a nuestras sociedades. Nuestro ser depende de esa reformulación de nuestra forma de existencia. Si las partículas elementales, las moléculas, los genes, etc. se comportan cooperativamente o, por el contrario, egoísta y competitivamente, no debe ser la cuestión central para la discusión sobre una nueva sociedad.(NOTA 7) Si la ciencia estableciese la cooperación como una ley de la naturaleza, tanto mejor para reforzar el argumento y contribuir con la construcción y conquista de hegemonía de una nueva racionalidad. Si, con todo, la ciencia, que es histórica y mutable, nos apuntase un día hacia otro lado, debemos tener la autonomía necesaria para negar el poder regio de las leyes de la naturaleza (o de las leyes establecidas por las ciencias naturales) en lo que concierne a las relaciones humanas. No hay una racionalidad que pueda ser extraída de la naturaleza, aunque una racionalidad cooperativa deba tener en cuenta nuestra relación y responsabilidad con el medio ambiente y nuestra pertenencia al mundo natural.
La vida del ser humano precisa ser preservada. El trueque competitivo y todas las relaciones fundamentadas en este nos está conduciendo a la muerte. El principio de cooperación puede mantenernos vivos. Este es el argumento basal de esta reflexión. La ciencia viene después.
El principio de cooperación.
agosto 2006
vía http://www.iieh.com/index.php/sociedad/122-el-principio-de-cooperacion
BIBLIOGRAFÍA
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––––. Una nueva biología para una nueva sociedad. Política y Sociedad (UCM), v. 39, n.3, 2002.
SINGER, Paul, SOUZA, André Ricardo de (orgs.) A economia solidária no Brasil: a autogestão como resposta ao desemprego. São Paulo: Contexto, 2000.
* Este artículo es una síntesis de las principales ideas de mi libro O princípio da cooperação: em busca de uma nova racionalidade. São Paulo: Paulus, 2002.
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(NOTA 1) Innúmeros datos que son indicadores de la crisis de la naturaleza y de las relaciones de producción y sociabilidad están registrados en O princípio da cooperação: em busca de uma nova racionalidade.
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(NOTA 2) En otras palabras, cuando se cambian en cosas y adquieren una realidad independiente de la voluntad humana.
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(NOTA 3) Del latín op-premere, apretar contra, comprimir, cerrar apretando, aplastar.
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(NOTA 4) Para quien quiera tener acceso a reflexiones más específicas sobre el asunto, incluso en su relación con el debate estrictamente económico y con otros temas, ver Arruda & Boff (2000); Arruda (2006); Kraychete; Lara & Costa (2000); Singer & Souza (2000); Razeto (1997/98) y Nuñes (1997/98). Una buena fuente de pesquisas en portugués puede ser encontrada también en http://www.ecosol.org.br/.
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(NOTA 5) La descripción de cómo una economía cooperativizada puede resolver el problema de la exclusión de trabajadores del mercado está en O princípio da cooperação: em busca de uma nova racionalidade.
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(NOTA 6) Ver al respecto la interesante reflexión del biólogo Sandín (2000).
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(NOTA 7) Aunque sea una discusión importante en el campo de la filosofía de la ciencia y en el análisis de los paradigmas de la ciencia.
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