Artículos de Laura Gutman


Laura Gutman psicopedagoga argentina, terapeuta familiar y escritora.Lleva publicados varios libros sobre maternidad, paternidad,vínculos primarios, desamparo emocional, adicciones, violencia y metodologías para acompañar procesos de indagación personal. Es colaboradora habitual en numerosas revistas en Argentina y España. Dirige Crianza, una institución con base en la Ciudad de Buenos Aires, que cuenta con una Escuela de Capacitación Profesional y un equipo de profesionales que asisten a madres y padres. http://www.lauragutman.com.ar


La guerra de deseos   


Si cuando hemos sido bebés, no hemos recibido el apoyo, la presencia, la mirada, la leche  y los brazos constantes de una persona maternante, es posible que hayamos aprendido muy tempranamente, que para sobrevivir había que luchar. Cuando nuestra madre nos dejaba solos durante noches enteras sumidos en el miedo y la oscuridad, era obvio que ganaba su deseo en detrimento del nuestro. Por lo tanto, comprendimos que era necesario ganar terreno e imponer de algún modo nuestra imperiosa necesidad de ser sostenidos y protegidos, a través de diversos mecanismos. Enfermarnos puede haber sido un modo eficaz. Con lo cual posiblemente nuestra madre sentía que destruíamos la poca cordura que la sostenía. Una vez que sanábamos, estaba dispuesta a volver a abandonarnos, recuperando así el terreno perdido.

Así fuimos creciendo, sabiendo por propia experiencia que había que luchar esforzadamente para obtener un lugar dentro del vínculo con nuestra madre o persona maternante. Comprendimos que dentro de ese territorio emocional había lugar sólo para uno. Que no podían convivir dos deseos.

Según nuestra personalidad, fuimos adquiriendo herramientas para echar al otro, -sea quien fuera ese otro- de ese territorio de intercambio emocional. Hicimos todo lo que fuimos capaces de hacer. Algunos de nosotros devenimos agresivos, tal vez desde pequeños mordimos o peleamos o gritamos para dejar bien en claro nuestro poder y así hemos organizado a posteriori la totalidad de nuestras relaciones hasta nuestra vida adulta. Otros nos hemos convertido en víctimas eternas, comprendiendo que podíamos tener un lugar en el mundo sólo en la medida en que otro nos lastime, nos hiera, nos humille o nos desprecie. Algunos de nosotros sólo pudimos debilitarnos para obtener amor a través de las enfermedades, cosa que seguramente hemos logrado desde niños y posiblemente hayamos aceitado ese mecanismo en nuestra adultez.  Y otros individuos, frente a la falta de cobijo y mirada, hemos intentado introducir cualquier cosa con tal de llenarnos de “madre”. Siendo niños tal vez nos hemos atiborrado de dulces y  azúcar, luego nos hemos llenado de programas de televisión o de jueguitos electrónicos, luego nos hemos llenado de comida y de actividades, y en la adolescencia hemos incorporado desesperadamente alcohol o tabaco. Así hemos llegado finalmente a la adultez, tratando de llenarnos la barriga, sin saber que en realidad no lograremos incorporar “mamá”. Pero nuestra falta emocional es tan grande, que sólo nos importa llenarnos,  y en esa desesperación, por supuesto que no hay lugar para mirar las necesidades de otros, ya que sentimos que somos los seres más necesitados del planeta. Una vez más, no hay lugar para varios dentro del intercambio emocional. Aún dentro de una relación amorosa, las necesidades personales son prioritarias. En todos los casos, hemos aprendido desde bebés, que hay que ganar para sobrevivir.

Resulta que un día devenimos madres o padres con las mejores intenciones de criar a nuestros hijos con amor y dedicación. Los niños llegan al mundo con un inmenso abanico de necesidades básicas impostergables. Y aquí  se hace evidente el problema. Es aquí donde va a aparecer la lucha por ganar el espacio emocional. Porque si somos una madre o un padre que necesita primero llenarse la barriga -en términos emocionales- no estaremos tan dispuestos a dar prioridad a las necesidades del bebé, que además son inmensas e incomprensibles.

Deseamos ser madres amorosas, pero nos sentimos invadidas por el bebé que llora, que quiere el pecho constantemente, que reclama brazos tanto de día como de noche. No estamos acostumbradas a que alguien “gane” irrumpiendo en todo el territorio, sólo porque es capaz de llorar toda la noche sin cesar. Sentimos que el bebé ocupa todo el espacio emocional y que si él lo invade, nosotras desaparecemos. Para colmo nos damos cuenta que los momentos de descanso son efímeros, y que el “tiempo para una misma” quedó en el olvido. La sensación permanente suele ser que es menester “ganarle” al deseo del niño, de lo contrario él nos va a devorar. Si provenimos de historias de carencia emocional, aunque no tengamos conciencia de ello, posiblemente sentiremos que el niño tiene demandas excesivas, y que de alguna manera habrá que ponerle límites. Creemos que esos límites que en cuanto adultos impondremos, nos salvarán y que de ese modo no “perderemos” la batalla.

Vale la pena saber que  esto no es real. Sólo es real para la vivencia de nuestra “niña interior”. Si éste es el sentimiento que nos inunda, tendremos que hacernos preguntas fundamentales y comprender cuál ha sido nuestra historia cuando fuimos bebés, para darnos cuenta con qué contamos y qué capacidad altruista podremos desplegar en la crianza de nuestros hijos. Porque posiblemente el niño no pide demasiado, sino que estamos cansadas de librar tantas batallas, sin saberlo. Y en ese caso, merecemos pedir ayuda, porque el niño tiene derecho a recibir lo que necesita, y nosotras tenemos la obligación de tomar conciencia sobre nuestras capacidades y discapacidades a la hora de maternar.


Los niños como enemigos


Somos grandes, por lo tanto podemos hacer lo que queramos. ¿Dejar que el niño se calme solo y se duerma? Es posible ¿Permitir que llore cerrando la puerta para no escucharlo? Es posible. ¿Abandonarlo solo en su cuarto y no enterarnos de lo que le sucede? Es posible. Podemos hacer algo más: creer y auto-convencernos de que el hecho que un niño se duerma solo es un “logro”. Obviamente que todo esto lo podemos hacer, incluso sintiendo que “hemos ganado una batalla” contra el capricho del niño que tiene que aprender a no molestar.

Pero la realidad es un poco más compleja. Porque lo único que aprende un niño que está solo, es que el mundo es hostil, peligroso, árido y que viene cargado de dolor. No hay ningún logro cuando el niño efectivamente se duerme. Al contrario, el pequeño conoce en esa instancia el dolor de la resignación, al constatar que aunque llore, grite, o se desespere, nadie va a acudir en su ayuda y que le conviene detener su llanto para sobrevivir. Aprenderá que no vale la pena pedir ayuda, sabrá que no cuenta con nadie, aunque sólo tenga pocos días de vida.

Es preciso comprender que la necesidad básica de todo niño humano de estar en contacto corporal y emocional permanente con otro ser humano, la necesidad de calor, cobijo, ritmo, movimiento, cercanía y mirada; no desaparece al no obtenerla. El niño simplemente sabe por experiencia que el llanto no le procurará una solución, y que hasta el momento el llanto sólo le devolvió soledad, oscuridad y quietud. Entonces, con cuidadosa inteligencia, el niño desplaza su necesidad, hacia una manifestación “escuchable” para el adulto. Generalmente se enferma.

Los adultos somos tan necios, que no reconocemos en la enfermedad, la necesidad desplazada del niño. Creemos que se enfermó, y que esto no tiene nada que ver con “el logro del buen dormir” o más precisamente, con la soledad y el sufrimiento que soporta.

Ahora bien, si cada uno de nosotros tuviésemos la valentía de recordar y sentir el dolor sufrido a causa de los métodos de crianza y educación que hemos vivenciado, y si pudiésemos posar las manos sobre el corazón y recordar  las vejaciones, humillaciones y desamparos que hemos sufrido siendo niños, comprenderemos que todo esto se trata de una guerra emocional. Aceptemos que ahora somos grandes y estamos en condiciones de vengarnos. Ahora vomitamos la impaciencia, la incomprensión, la desdicha y el odio del que fuimos víctimas. Ahora pretendemos salvarnos y dormir en paz. Como si dormir una noche entera fuese tan importante para un adulto, frente a la inmensidad de la noche desde el punto de vista de un recién nacido.


Su Majestad la Leche de Vaca


La leche es una secreción glandular presente en todos los mamíferos. En la naturaleza hay cerca de 5000 especies, y los humanos somos sólo una de ellas. La leche sirve para alimentar a la cría hasta que esté en condiciones de alimentarse con autonomía. Ninguna otra especie continúa con el consumo de leche después del período de lactancia. Cuando crecemos, los mamíferos perdemos las enzimas que permiten la digestión de la leche, porque sencillamente no las vamos a necesitar más. Sin embargo los seres humanos ignoramos esa ley natural.

Tengamos en cuenta que cada leche es específica, es decir, que tiene una fórmula especial para cada especie y varía considerablemente entre una y otra. Tanto la leche de vaca, como la de oveja, la de ballena, la de elefanta, la de morsa o la de perra son diferentes entre sí, y difieren obviamente de la humana. La leche de vaca sirve para criar terneros, un animal grande con cuatro estómagos que llegará a pesar 300 kilos. La leche humana en cambio privilegia el desarrollo de la inteligencia.

Es importante que sepamos que la “leche de fórmula” -como la llamamos hoy en día- es leche de vaca modificada para adaptarla a los requerimientos del bebé humano. Pero no es un invento químico, como muchas madres creemos.

¿Cuál es el efecto nocivo más fácil de detectar en el organismo humano? El moco. La principal responsable es la caseína, una proteína abundante en la leche de vaca. El moco es la reacción saludable del organismo contra una proteína que no puede incorporar. Por lo tanto, en la medida que incorporamos leche o lácteos, el organismo segrega moco. El resfrío común deriva en dolor de garganta, luego en rinitis, sinusitis, bronquitis, otitis, neumonía, y en todas las infecciones respiratorias con las que conviven los niños durante la infancia.

A pesar de esta abrumadora realidad, los adultos no podemos creer que la leche, la bendita y maravillosa leche, se nos vuelva en contra.  Preferimos apegarnos a nuestras creencias en lugar de hacer caso a la sabiduría innata del organismo de nuestros hijos.

¡Todos nuestros niños están repletos de mocos y no estamos dispuestos a relacionarlo con la ingesta de leche! Parece que el miedo al cambio es más fuerte que el acceso a la verdad.


Esfínteres: control y autoritarismo


Si estuviéramos en una isla desierta con nuestros niños, y contempláramos al bebé humano, con la misma celeridad con la que observamos a los animales, constataríamos que el control de esfínteres real se produce mucho más tardíamente de lo que nuestra sociedad occidental tiene ganas de esperar. Lamentablemente, en lugar de examinar cuidadosamente cómo suceden las cosas, elaboramos teorías que luego pretendemos imponer esperando que funcionen.

Hemos impuesto a los niños el control de esfínteres alrededor de los dos años de edad, con lo que este tema se ha convertido en todo un problema. Si observáramos sin prejuicios el proceso natural, estaríamos ante la evidencia de que los niños humanos la realizan después de los tres años, algunos después de los tres años y medio, o incluso después de los cuatro años. ¡Qué importa!

Sin embargo los adultos -sin pedir permiso a los niños-  ¡Les sacamos los pañales mucho antes! Esto significa que les arrebatamos el sostén, la contención, la seguridad, el contacto, el olor, agregándoles la exigencia de una habilidad para la cual no están aún maduros. Que el niño nombre “pis” o caca” no significa que cuente con la madurez neurobiológica para controlar dicha función.

Sacar los pañales  porque “llegó el verano”, decidir que ya tiene dos años y tiene que aprender,  responde a la incomprensión de la especificidad del niño pequeño y de la evolución esperable de su crecimiento. Cabe preguntarnos  porqué los adultos estamos tan ansiosos  y preocupados por la adquisición  de esta habilidad,  que como otros aspectos en el desarrollo normal de los niños, llegará a su debido tiempo, es decir cuando el niño esté maduro.

Controlar esfínteres no se aprende por  repetición, como leer y escribir. Se  adquiere naturalmente cuando se está listo, como la marcha o el lenguaje verbal.

Ahora bien, si no estamos dispuestas a rendirnos ante la sabiduría del tiempo interno de cada niño,  las mamás lucharemos contra los pis que se escapan, las bombachas y calzoncillos mojados, las sábanas y colchones al sol, los pantalones interminables para lavar, mientras acumulamos rencor, hastío y mal humor en la medida que creamos que nuestros hijos “deberían haber ya aprendido”. En cambio, si dejamos a los niños en paz, después de los tres años, o cerca de los cuatro años, (sin olvidar que cada niño es diferente) simplemente un día estará en condiciones de reconocer, retener, esperar, ir al baño, sin más trauma y sin más vueltas que lo que es: controlar con autonomía los esfínteres.

A mi consultorio llegaron durante años niños con problemas de enuresis de 5, 6, 7, 8 años e incluso de mayor edad. La mayoría de ellos, se hacen pis sólo de noche, mientras duermen. Invariablemente les han sacado los pañales alrededor de los dos años. Los casos de enuresis son muy frecuentes, pero habitualmente no nos enteramos porque de eso no se habla. Total quedan como secretos de familia. He comprobado que cuando las mamás aceptan mi sugerencia de volver a ponerles pañales (caras de horror), los niños los usan el mismo lapso de tiempo que hubiesen necesitado desde el momento en que se los sacaron hasta que hubiesen podido controlar esfínteres naturalmente. Como si recuperaran exactamente el mismo tiempo que les fue quitado. Y luego, sencillamente se acaba el “problema”. Hay padres que opinan que “es contradictorio volver a poner un pañal una vez que se tomó la decisión de sacarlo”. En realidad en la vida probamos, y damos marcha atrás si es necesario y saludable. Simplemente diremos: “creí que estabas listo para controlar los esfínteres, pero obviamente me equivoqué. Te voy a poner el pañal para que estés cómodo, y cuando seas un poco mayor, estarás en mejores condiciones para lograrlo”. Es sólo sentido común. Se alivian las tensiones y finalmente el control de esfínteres se encausa.

Los niños -frente a la demanda de los adultos- hacen grandes esfuerzos para controlar sus esfínteres, pero  ante cualquier dificultad emocional -por pequeña que sea-  se derrumba el esfuerzo desmesurado y se escapa el pis. Luego vienen las interpretaciones: “me tomó el tiempo”,  “me lo hace a propósito”, “él sabe controlar pero no quiere”.

Entiendo la presión social que sufrimos las mamás.  Hay jardines de infantes que no aceptan niños en salas de tres años con pañales. Hay pediatras, psicólogos, y otros profesionales de la salud, además de suegras, vecinas y amigos bienintencionados que opinan y se escandalizan. Pero es posible sortearla con un poquito de imaginación: los pañales son descartables, baratos y anatómicos, lo que les permite a los niños ir a jugar, ir a un cumpleaños, al jardín, sin tener que pasar por la humillación de mojarse en todos lados. Hay quienes no quieren ir al jardín a causa de la probabilidad de hacerse pis. Otros se vuelven tímidos, otros especialmente agresivos mojando cuanta alfombra encuentran a su paso.

Por otra parte, hacer “pis” no es lo mismo que desprenderse de la “caca”.  Muchos niños que controlan perfectamente el pis, piden el pañal para hacer caca.  Es importante que les ofrezcamos lo que están pidiendo, porque nadie pide lo que no necesita. ¿Cuál es el motivo para negárselo?

Yo espero humildemente que alguna vez  nos demos cuenta del grado de violencia que ejercemos contra los niños, envueltos en exigencias que no pueden  satisfacer y que se transforman luego en otros síntomas (angustias, terrores nocturnos, llantos desmedidos, enfermedades, falta de interés) que hemos generado los adultos sin darnos cuenta.

Acompañar a nuestros hijos es aceptar los procesos reales de maduración y crecimiento.

Y si sentimos rechazo por algún aspecto, entonces preguntémosnos qué nos pasa a nosotros con nuestros excrementos, nuestros genitales y nuestras zonas bajas que nos producen tanto enojo. Dejémoslos crecer en paz.  Alguna vez, cuando sea el momento adecuado controlarán sus esfínteres naturalmente, así como una vez pudieron reptar, gatear, caminar, saltar, trepar  y ser hábiles con sus manos. No hay nada que modificar, salvo nuestra propia visión.

Muerte en la cuna

Cuando se desparrama la noticia por la “muerte súbita” de un bebé, el miedo a lo impredecible y la falsa aseveración de que esa posibilidad es “aleatoria” -es decir que le puede ocurrir a nuestro bebe en cualquier momento- se apodera de nosotros, con la idea fortuita de que dependerá de la buena o la mala suerte que tengamos.

Sin embargo las cosas no son así. La “muerte súbita” está mal nombrada. Tendríamos que llamarla “muerte en la cuna”. Para ser más exactos, habría que denominarla: “muerte en la cuna mientras está solo.”.  No hay bebes sanos que mueran súbitamente en brazos de una persona maternante. Discutir si es mejor hacerlos dormir boca arriba o boca abajo, refleja la espantosa ignorancia que los occidentales compartimos sobre el universo de los bebes. Lo único a investigar es si los bebes duermen solos o si duermen en contacto completo y absoluto con otro cuerpo humano.

Toda cría de mamífero de cualquier especie sabe que no puede ni debe estar sola, porque queda expuesta a los depredadores. El bebe humano sabe exactamente lo mismo, por eso usa sus dos principales herramientas para su supervivencia: el llanto y la succión. Ahora bien, si después de llorar y llorar y llorar, ningún adulto acude a salvarlo...porque “tiene que acostumbrarse a dormir solo”, aparecerá la resignación y la dolorosa certeza de saber que está solo en este mundo. Luego,  en su afán por ser amado, reclamará presencia y contacto corporal de múltiples maneras: enfermándose, llorando en momentos inadecuados, lastimándose, no aumentando de peso, deprimiéndose…hasta que una noche…en medio de un profundo silencio, decide no despertar más.

¿Y qué hacemos los hombres y las mujeres decentes y bien pensantes? Le decimos a la mamá que vuelva a trabajar pronto, que sea fuerte, que no afloje, que no se rinda, que la queremos, que sea valiente, que se ocupe de sí misma, que tenga garra, que luche, que siga adelante.

Mientras expulsemos a todas las madres del recogimiento y el silencio de la maternidad y mientras sólo las reconozcamos en los ámbitos públicos o exitosos, seguiremos siendo todos responsables por cada bebe que decide partir, harto de soledad, quietud y frío.

El puerperio en el siglo XXI

El puerperio es considerado usualmente como un período de desequilibrio para la mujer que dura alrededor de 40 días después del parto, tiempo que fue estipulado -ya no sabemos por quién ni para quién-  y que responde a una  histórica veda moral para salvar a la parturienta del reclamo sexual del varón. Pero ese tiempo cronológico no significa psicológicamente un comienzo ni un final de nada.

Personalmente, considero que el puerperio, en realidad es el período transitado entre el nacimiento del bebé y los dos primeros años, aunque emocionalmente haya una diferencia evidente entre el caos de los primeros días, la capacidad de salir al mundo con un bebé a cuestas o el vínculo con un bebé que ya camina.
Estos dos años tienen que ver con el período de completa “fusión emocional” entre la madre y el bebé, es decir, con la sensación de la madre de vivir dentro de las percepciones y experiencias del bebé, sintiéndose “desdoblada física y emocionalmente”. ¿Por qué dos años? Es posible reconocer en el niño el lento despegue de la fusión emocional, alrededor de los dos años de edad, cuando puede empezar a nombrarse a sí mismo como un ser separado, cuando puede decir “yo”. La madre vive una situación análoga, pero sin tanta consciencia. De hecho, alrededor de los dos años del niño, toda madre también recupera ese “ahora soy yo misma”, sintiendo deseos genuinos de “volver a ser la de antes”, con intereses y proyectos que no incluyen necesariamente al niño.

Mi intención, por lo tanto, es que reflexionemos sobre el puerperio basándonos en situaciones que a veces no son ni tan físicas, ni tan visibles, ni tan concretas, pero no por eso son menos reales. Se trata de abordar la cualidad invisible del puerperio, el sub-mundo femenino,  los campos emocionales, lo que nos sucede aunque no lo podamos abordar con palabras concretas.

Básicamente quiero recalcar que las mujeres merecemos obtener cuidados, comprensión, aceptación y protección, traduciendo de este modo que lo que nos pasa internamente, “es correcto” y no hay nada diferente que tendría que suceder. Con un bebé en brazos, habiendo atravesado un parto, en plena desestructuración emocional, bajo los efectos de la pérdida de nuestra identidad; lo menos que podemos anhelar es estar desorientadas. Por eso necesitamos acompañamiento y permisos para aprender a navegar el puerperio que viene en formato invisible, sin bordes, sin horarios, sin lógica y sin razón.

En sociedades donde las mujeres se hacían cargo comunitariamente de la crianza de los niños mientras los hombres se ocupaban enteramente de procurar el alimento, el puerperio funcionaba como un tiempo de reposo y de atención exclusiva para el recién nacido. No había apuro para abandonar ese estado de entrega y silencio, de leche y fluidos.

Nuestra realidad social es otra. Vivimos en familias nucleares, en departamentos pequeños, a veces alejados de nuestras familias primarias y  en ciudades donde no es tan fácil reemplazar a una comunidad de mujeres que alivian las tareas domésticas y construyen una red invisible de apoyo. Sin embargo todas las puérperas necesitamos esa red para no desmoronarnos a causa de las heridas físicas y emocionales que nos dejó el parto. Por otra parte, es evidente que 40 días es demasiado poco para recuperarnos, sobre todo cuando no hay nadie defendiendo las necesidades impostergables de la díada mamá-bebé, no hay una comunidad femenina para cuidarnos y además la mayoría de las mujeres somos expulsadas tempranamente al trabajo.

El panorama es desalentador para las mujeres modernas y urbanas, aunque pensemos que esto hace parte de la liberación femenina: en realidad no hay verdadera elección, casi nadie está en condiciones de decidir cuánto tiempo necesita quedarse con el bebé y cuándo es el momento adecuado para cada una para reincorporarse a la vida laboral. Y esto no está sólo pautado por las necesidades económicas, muchas veces reales. Sino sobre todo por una identidad construida casi integralmente en el ámbito del desarrollo laboral, y por lo dificultoso que resulta quedarnos sin referentes en el terreno de las emociones, la conexión con la interioridad, el contacto corporal, el tiempo fuera del tiempo y prácticamente nadie para acompañarnos en esta expulsión de hecho de la vida “normal”.

Por eso sería pertinente ofrecer información realista con respecto a las sorpresas que nos depara el puerperio a varones y mujeres. Tenemos que difundir con mayor precisión los conceptos sobre la naturaleza de la fusión emocional entre la madre y el recién nacido, sobre las necesidades específicas de una mujer puérpera y sobre los cuidados indispensables que debe recibir. De esta manera cada pareja podrá determinar si está en condiciones de generar el cuidado necesario tanto para la madre como para el bebé, o si necesitan buscar fuera del núcleo familiar ayudas complementarias.

A las mujeres nos corresponde también encontrar nuevas maneras de integrar nuestro propio desarrollo personal y la maternidad, de un modo que sea saludable, acorde a los tiempos que vivimos, pero sobre todo, completamente honesto con nuestro ser esencial.