¿Ha dicho Naturaleza?


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Georges Lapierre

Extracto de “El mito de la Razón”
Alikornio ediciones, 2003.

El artículo de Philippe Descola titulado “Les cosmologies des Indiens d´Amazonie” es una lectura muy estimulante. Quisiera aportar mi grano de sal.

El subtítulo de este artículo señala que, para los Indios de la Amazonia como para los del Canadá subártico, la naturaleza es una construcción social.

Para nosotros también.

Incluso si se reflexiona, es una construcción social para nosotros. Y solamente para nosotros, occidentales. El concepto de “naturaleza”, la idea de que existe una realidad independiente, es propia de nuestra manera de ver el mundo, de concebir nuestro universo, podemos decir que tal concepto define perfectamente nuestra cosmología. Es fruto de nuestro modo de pensamiento, que es también nuestro modo de comunicación.

¡Una palabra tan importante!

¡Una palabra que acarrea con ella telescopios gigantes, microscopios también gigantes, centrales nucleares con su penacho de humo blanco, y todos esos hombres con bata igualmente blanca!

¡Hemos hecho progresos desde la edad de las luces en compañía del Hada Electricidad! ¿Podemos encarar un solo instante en que esa palabra, que tan profundamente ha convulsionado nuestro mundo, no tiene nada de universal, que no es, al fin y al cabo, sino el fruto de una manera de vivir particular?

Está tan profundamente anclada en nuestro lenguaje, tan enraizada en nuestro ser, en nuestras actitudes y en nuestros comportamientos, que su universalidad se ha convertido en prenda de nuestra universalidad. Poner en cuestión esa universalidad… supone poner en cuestión nuestra presunción de universalidad, el sentimiento de sí que confina en la suficiencia y que podríamos llamar nuestra “presunción de hecho”: somos nosotros mismos la prueba de nuestra universalidad. Poner en cuestión nuestro concepto de naturaleza supone poner en duda lo que nos es más querido, nuestra pretensión de universalidad, es decir, ponernos en cuestión nosotros mismos.

Bien, ese concepto no lo comparten todos, sociedades como los indios de la Amazonia o Canadá subártica lo ignoran: estoy un poco sorprendido, pero, pasado el asombro, llego a la conclusión bastante elemental que esas sociedades aún no se han elevado hasta el pensamiento objetivo y científico que caracteriza las sociedades evolucionadas como la nuestra. La duda, y su inquietud no nos habrá rozado con su ala negra más que un instante muy breve. Si, seguro, pero…

¿Podemos extirparnos ese pensamiento tautológico que pretende que una civilización sea juez de sí misma y vara de medir de las otras cuando su presente no ve a su alrededor sino pasado?

Nosotros decimos: existe una realidad independiente, y esa realidad supuestamente independiente, que existe en sí misma, la llamamos “naturaleza” (naturaleza humana, naturaleza animal, naturaleza vegetal, y naturaleza, en general).

Los indios dicen: no existe realidad independiente, no existe ser en sí independientemente del otro, la identidad de cada uno nace del enmarañamiento de las relaciones que uno mantiene con quien no es él, emerge de las relaciones de intercambio múltiples. No podemos definir nuestra identidad sino poniéndonos en términos de una relación de intercambio con otro. Lo que los antropólogos llaman “animismo”, con la condescendencia que aporta su sentimiento de superioridad, es una visión de un mundo animado donde todo está en relación con todo, donde cada uno obtiene su sustancia, su fuerza y su ser de las relaciones de vecindad.

¿Será cosa del espíritu?

En general, concebimos la naturaleza como una realidad independiente del espíritu, opuesta incluso a lo espiritual. Quienes creen en la inmanencia del espíritu en lo que nosotros llamamos la naturaleza están eminentemente en un error (lo sobrenatural sería esa intrusión de lo espiritual en un dominio que no es el suyo).

El dualismo, que opone de una manera muy egocéntrica una cultura a todo lo que no es ella, remonta muy lejos en el tiempo, sin duda en la fuente indoeuropea de nuestro modo de pensamiento. Sin embrago, en nuestra época, con el concepto moderno de naturaleza, esa separación se consuma. No sin problemas, pues el modo de pensamiento que domina en Occidente choca incontestablemente con otras sensibilidades aquí y en otras partes, con otros modos de pensamiento que, al menos en la esfera de su influencia, condena a la clandestinidad. (…)

Los indios de la Amazonia, como sus hermanos del Gran Norte, ignoran lo que quiere decir naturaleza. Simplemente no conciben una realidad que no sea espiritual, sin duda porque la experiencia que tienen de la realidad, de su realidad, obviamente es ella misma espiritual. Por nuestra parte, señalaremos que la experiencia que tenemos de la realidad, de nuestra realidad social, obviamente, sería ante todo la de la separación, el trabajo, por ejemplo, es una actividad social separada de su pensamiento.

¿Cuál es la realidad social de los indios jívaros?

En 1976 no conocían ni el dinero ni el trabajo, lo que reprobaban los misioneros norteamericanos que buscaban introducir insidiosamente el trabajo y el dinero, ¿cómo se puede vivir privado de la visión de Dios?

Las relaciones entre la gente estaban reguladas según un exigente código de alianzas como testimonia el pasaje de las Lances du crepuscule, de Philippe Descola: “En contraste con el “padrinazgo”, la relación de amistad ceremonial no tiene verdaderamente sentido más que en el seno de la cultura jívara, es decir, para gentes que hablan la misma lengua y comparten los mismos valores, cuyos principios de conducta y sutilezas de comportamiento remiten al mismo código social; para quienes comparten, en fin, una misma ética del honor personal”.

Los intercambios que definen las relaciones entre los amik no son asimilables ni al trueque ni comparables con el comercio, estamos ante intercambios recíprocos de bienes prestigiosos, Taric obtiene un prestigio indudable y un orgullo no disimulado del fusil con culata que ha recibido de su amik. Estos intercambios fundados en un ritual, evocan los intercambios kula descritos por Malinowski en Les argonautes du pacifique Occidental: son incitaciones al reconocimiento. Es bastante sorprendente que Descola hable de propósito de “relaciones mercantiles”, aunque el dinero, por una vez, brille por su ausencia, y que no perciba que se trata ante todo de bienes prestigiosos, mientras que incluso señala que los bienes que se espera recibir de un amik lejano podrían estra producidos o fabricados en el mismo sitio.

¿Ni trabajo, ni naturaleza?

El concepto de naturaleza es completamente extraño al modo de pensamiento de los indios jívaros, lo que quiere decir también que es completamente extraño a su modo de comunicación. La noción misma de una realidad separada del espíritu, podría decirse que no les llega al espíritu.

Descola concede: “¿Pero se puede hablar aquí, se pregunta, de seres de la naturaleza de otra manera que por economía de lenguaje? ¿Tiene sitio la naturaleza en una cosmología que confiere a los animales y a las plantas la mayor parte de los atributos de la humanidad?”

El modelo de la sociedad achuar se extiende a todo lo que la rodea, es el conjunto de relaciones que los achuares mantienen con las plantas, los animales y con todo lo que les rodea, que es una construcción social. No conocen la oposición que nosotros conocemos entre mundo espiritual, en concreto, el nuestro, y un mundo sin espíritu, un mundo que no conoce ni Dios, ni Estado, ni el dinero, ni las universidades, ni los laboratorios, ni las casas de cultura, ni el traje con corbata y los zapatos lustrosos, todo eso que no es nuestro, todo eso que no es humano, humano como lo somos nosotros: los naturales, los salvajes, los indios. Ellos no conciben sino un mundo espiritual, una vasta sociedad de la que los humanos forman parte con otros.

“En el espíritu de los achuares, el saber técnico es indisociable de la capacidad para crear un entorno intersubjetivo en donde se expandan relaciones reguladas de persona a persona: entre el cazador, los animales y los espíritus dueños de la caza, y entre las mujeres, las plantas del jardín y el personaje mítico que ha engendrado las especies cultivadas y continúa hasta el presente asegurándoles su vitalidad. Lejos de reducirse a lugares prosaicos, suministradores de pitanza, la selva y las rozas de cultivo constituyen teatros de una sociabilidad sutil, donde, día a día, se va a halagar a seres a los que sólo la diversidad de las apariencias y la carencia de lenguaje distingue de los humanos!”.

Las relaciones sociales, es decir, las relaciones codificadas, fundadas por el mito y recordadas por el ritual, que se expresan a través de unas reglas de etiqueta o ética, desbordan ampliamente el estrecho marco y, para nosotros, exclusivo, de la sociedad o del grupo humano para extenderse a las plantas y los animales.

A la noción de “familia extensa”, podríamos añadir la de “sociedad extensa”, que comprende humanos y no humanos, en donde toda relación obedece a reglas de comportamiento sutiles caladas sobre el modelo de las relaciones que rigen en las relaciones entre los hombres. Sólo parecen escapar a lo que debemos llamar una conciencia moral los elementos del entorno con los que el hombre no mantiene relaciones: “La mayor parte de los insectos y de los peces, los musgos y los helechos, los guijarros y las riberas permanecen exteriores a la esfera social, como al juego de la intersubjetividad”, para llevar una existencia marginal, añadiríamos.

¡Pues vaya!, dirá nuestro occidental: ya me parece bien que no haya realidad independiente del espíritu humano que la disponga y la conciba, ¿pero debemos extender a lo que no es nosotros las reglas prevalecientes en nuestra sociedad y conferir, como hacen los achuares, atributos de la humanidad a las plantas y los animales? Eso es, me parece, una forma de antropocentrismo en las antípodas del pensamiento objetivo y científico.

Efectivamente, por nuestra parte, vemos las cosas de una forma un poco diferente. Si el cazador jívaro tiene tendencia a considerar el pecari como un cuñado con quien mantendrá una relación difícil que exigirá circunspección y respeto mutuo, no es lo mismo para nosotros. A veces, pasa que nuestro cuñado piensa, por ciertos signos, que nosotros pertenecemos a esa especie animal, pero es muy raro que veamos en un cerdo un futuro cuñado, en detrimento del cerdo, que hasta entonces pensaba que formaba parte de la familia.

¿Quiere eso decir que estaríamos más en lo cierto que los jívaros?

No perdamos la calma, se impone una reflexión, y en este tema Jeanne Favret-Saada nos recuerda a sabiendas algunas banalidades de base:

“La brujería, aunque sea una creencia, no es verdad. Calificar de creencia los pensamientos de los indígenas supone afirmar que, por definición, no tienen acceso a la verdad ni al saber, cosas de las que el etnógrafo estaría abundantemente provisto. La sociedad del etnógrafo confiesa ser tan relativa como las otras sociedades – sin embargo con el correctivo de que sólo ella habría edificado un saber universalmente válido”. Primera banalidad de base.

Segunda banalidad de base: “Las gentes del Bocage (Sabana, bosque, praderas) creen en la suerte (sortilegios), yo no. Estudiar sus creencias equivale a encerrarlas en su alteridad: el truco de los Bocains son los sortilegios, el de los Lobos, las cabañas cónicas o las pinturas de guerra; el mío, el verdadero saber de cualquier diferencia cultural”.

Tercera banalidad de base: “Que lo sepa, y lo quiera o no, el etnógrafo hace suyo de esa forma el discurso positivista. Pues cuando el comendador condena a un ensalmador por falsario, cuando el psiquiatra encierra a un hechizado con el diagnóstico de “exhaltación delirante con la brujería como tema” y no le da de alta hasta que “su convicción delirante ha sido correctamente criticada”, lo hacen en nombre de la misma “razón” positiva: los ensalmadores son necesariamente charlatanes porque solo la medicina puede curar, los hechizados son necesariamente delirantes porque la brujería constituye un conjunto de ideas falsas. Que el etnógrafo no disponga de los medios para ejercer una restricción directa sobre los indígenas no lo vuelve inocente”.

Nuestra posición en este debate es la siguiente: nosotros, occidentales, científicos o no, hacemos exactamente como los indios jívaro, nos movemos en el interior de nuestro propio universo, y cuando nuestros astrónomos estudian las estrellas para remontarse al origen del universo, a la Creación, no se remontan sino a la creación de su pequeño universo particular de sabios occidentales, un pensamiento que, en cierto modo, se muerde la cola y se traga a sí misma; no salimos de nuestro mundo o, si excepcionalmente lo hacemos, es a la manera de “truchements”; nos desplazamos con él, lo llevamos con nosotros.

Entre los jívaros y nosotros, hay la diferencia de dos estilos de vida o dos éticas (si es que se puede todavía hablar de ética en lo que se refiere a nosotros), por ejemplo, la actitud y el comportamiento que tenemos hacia las plantas y los animales difieren completamente, pero, precisamente, quedamos cada uno en el interior de esta esfera delimitada por nuestro estilo de vida, no nos salimos de él.

Nuestra actitud respecto a lo que no es nosotros no está dictada por una preocupación de verdad como suponemos o lo imponemos, sino por nuestros usos. Esto es lo que puede sorprender a un espíritu desprevenido. Cambiar de mundo o civilización, no es optar por la verdad aquí y el error allá, es, más prosaicamente, cambiar de usos.

Cada sociedad defiende con mejor o peor fortuna lo que la define: una manera de vivir, un código de conducta, unos usos. En este terreno tenemos una incontestable ventaja: nuestra civilización es conquistadora, compele a los otros modos de pensamiento a someterse a su yugo. (…)

Un concepto como el de naturaleza, sobre el que reposa todo el pensamiento científico moderno, no es más que la expresión acabada de una realidad social, la nuestra. Con tal concepto pensamos que dejamos el ámbito de los usos y costumbres por el de la verdad, nada de eso; no hemos dejado el terreno del saber vivir donde se ha engullido todo saber, no hemos dejado el terreno de las costumbres donde se engulle toda ciencia. El concepto de naturaleza es el fruto de nuestros usos.

Sólo una sociedad fundada sobre el trabajo de los esclavos, como fue por ejemplo la sociedad greco-romana, puede hablar de naturaleza en el sentido de una separación entre un mundo lleno de espíritu, el de los ciudadanos, y un mundo que carece de él, el de los esclavos. Pero es desde hace poco, con el dinero y el tipo de relaciones que necesariamente induce, donde el concepto de naturaleza cobra todo su sentido.


















Niña Awá-Guajá de Brasil (junio del 92). Imagen de Fiona Watson /Survival.